EL MUNDO › OPINION
› Por Martín Granovsky
La solidaridad argentina con Chile es contundente. Al principio hubo algunos estúpidos que se escandalizaron por la imagen de tres pibes robando cerveza en un supermercado, como si el alcohol y el dolor nunca hubieran sido pareja. Pero incluso el increíble panorama de la tierra revuelta, con botes en el lugar de los autos y casas en lugar de los muelles, y piedras, montañas de piedras, fue reflejado con muy poco morbo en la tele. Y los artistas, que siempre en estos casos importan porque son los conocidos aquí y allí, reaccionaron con nobleza y rapidez, desde León Gieco y Ricardo Darín convocando al festival de mañana, hasta Juan José Campanella cuando dio ánimo a los chilenos al recibir el Oscar.
Ya hubo otro momento de fraternidad popular. Fue el 11 de septiembre de 1973, cuando las fuerzas armadas derrocaron a Salvador Allende y la Argentina protagonizó las mayores manifestaciones del mundo. Algunos de quienes convocan hoy a los festivales o simplemente hablan del terremoto tienen edad como para contar con aquellas manifestaciones en su recuerdo vital. Otros no. Es su primer gesto de solidaridad con Chile.
Lo que cualquiera puede constatar estos días en la Argentina es la falta de prejuicios. Puede ser que la mayoría de los argentinos, ante una tragedia tan palpable en la casa de al lado, simplemente haya reaccionado con lo mejor de su corazón. Pero también es muy posible que el corazón tenga encima 25 años de caricias.
El gobierno de Raúl Alfonsín tiene dos méritos. Por un lado impulsó la consulta popular por el canal de Beagle en 1984, y la mayoría votó por el fin de los conflictos. Por otro fue decisivo en el apoyo a los chilenos que organizaron el comando del no en el plebiscito contra Augusto Pinochet. Ganaron y eso permitió la transición de la dictadura a la democracia y, luego, los 20 años de Concertación que lamentablemente terminaron ayer con la asunción de un presidente de derecha.
El propio Carlos Menem siguió con la desmilitarización del vínculo entre la Argentina y Chile y terminó de cerrar, con mayor o menor precisión técnica, los conflictos de límites.
Esa política de construcción de confianza siguió. En los últimos años ni siquiera los ocasionales problemas de exportación de gas empañaron una relación de sintonía primero entre Néstor Kirchner y Ricardo Lagos, luego entre Kirchner y Michelle Bachelet y más tarde entre Bachelet y Cristina Fernández de Kirchner.
A veces se habla de política de Estado. Puede ser, pero la política de Estado en la Argentina era pelearse con Chile. Fue la voluntad popular la que torció esa continuidad dañina para los dos países.
Evo Morales, el presidente boliviano, llegó a la transmisión del mando y la tarde anterior, la del miércoles, jugó un fútbol solidario con Sebastián Piñera. En el siglo XIX Bolivia perdió a manos de Chile nada menos que su salida al Pacífico. Fue Lagos el que se acercó a Morales, a tal punto que fue a su asunción. También expresaba un sentido popular más fuerte que el racismo aún vigente de las elites chilenas. Y ese sentido popular torció y cambió la política del Estado hacia Bolivia.
Es fácil reconocer cuándo la voluntad popular produce cambios en la política exterior del Estado: cuando es difícil deshacer esos cambios incluso para quienes representan proyectos opuestos o diferentes. Una clave es que los avances sean fuertes y se arraiguen a lo largo de muchos años. La otra es que ese arraigo se haga casi irreversible y sea muy difícil volver atrás. Y una tercera es que el cambio termine siendo conveniente no sólo para quienes lo propusieron sino para quienes lo adoptaron al principio a la fuerza y luego lo hicieron propio.
Decir esto no es lo mismo que afirmar que toda política es más o menos igual a otra y que todos conviven en un marco de una hermosa y mediocre grisura. Al contrario: supone la reivindicación del cambio no como un solo momento espectacular, de revolución casi sísmica, sino como un trabajo sostenido y cotidiano.
La falta de recelos en la relación entre Chile y la Argentina es una gran noticia. Será bueno para ambos pueblos que esa relación pueda continuar ahora entre Cristina y Piñera y luego entre Piñera y quien suceda a Cristina.
Pero este análisis no implica olvidar otros planos: ayer, con la asunción de Piñera, Chile institucionalizó el viraje hacia la derecha gerencial. Mientras, la Concertación está en un momento débil y tendrá que reconstituirse para volver a ser una alternativa. Ninguna variante conservadora es precisamente reconfortante cuando América latina necesita consolidar, aún, su experiencia posneoliberal.
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