Mar 23.03.2010

EL MUNDO  › OPINIóN

Disidentes y traidores

› Por Atilio A. Boron

La “prensa libre” de Europa y las Américas –esa que mintió descaradamente al decir que existían armas de destrucción masiva en Irak o que calificó de “interinato” al régimen golpista de Micheletti en Honduras– ha redoblado su feroz campaña en contra de Cuba. El pretexto para este relanzamiento fue el fatal desenlace de la huelga de hambre de Orlando Zapata Tamayo, potenciado ahora por idéntica acción iniciada por Guillermo Fariñas Hernández. Como es bien sabido, aquél fue (y sigue siendo) presentado por esos medios de desinformación de masas como un “disidente político”, cuando en realidad era un preso común reclutado por los enemigos de la revolución para sus proyectos subversivos. El caso de Fariñas Hernández no es exactamente igual, pero aun así guarda algunas similitudes y profundiza una discusión que es imprescindible dar con toda seriedad.

Primero, hay que recordar que estos ataques tienen una larga historia, que comienza el 17 de marzo de 1960, cuando el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos aprobó el “Programa de Acción Encubierta” contra Cuba propuesto por el director de la CIA, Allen Dulles. Parcialmente desclasificado en 1991, ese programa identificaba cuatro cursos principales de acción, siendo los dos primeros “la creación de la oposición” y el lanzamiento de una “poderosa ofensiva de propaganda” para robustecerla y hacerla creíble. Más claro imposible. Tras el estruendoso fracaso de esta iniciativa, George W. Bush crea dentro del propio Departamento de Estado una comisión especial para promover el “cambio de régimen” en Cuba, eufemismo utilizado para no decir “promover la contrarrevolución”.

El primer informe de esa comisión, publicado en 2004, tenía 458 páginas y allí se explicitaba con gran minuciosidad todo lo que se debía hacer para introducir una democracia liberal, respetar los derechos humanos y establecer una economía de mercado en Cuba. Para viabilizar este plan se asignaban 59 millones de dólares por año (más allá de los que se destinarían por vías encubiertas), de los cuales 36 millones estarían destinados, según la propuesta, a fomentar y financiar las actividades de los “disidentes”. Para resumir, lo que la prensa presenta como una noble y patriótica disidencia interna parecería más bien ser la metódica aplicación del proyecto imperial diseñado para cumplir el viejo sueño de la derecha norteamericana de apoderarse definitivamente de Cuba.

Segundo: ¿qué se entiende por “disidentes políticos”? El Diccionario de Política de Norberto Bobbio define al disenso como “cualquier forma de desacuerdo sin organización estable y, por tanto, no institucionalizada, que no pretende sustituir al gobierno en funciones por otro, y tanto menos derribar el sistema político vigente” (pp. 567-568). Más adelante señala que existe un umbral que, una vez traspasado, convierte al disenso, y a los disidentes, en otra cosa. En la extinta Unión Soviética dos de los más notables disidentes políticos, y cuyo accionar se ajusta a la definición arriba planteada, fueron el físico Andrei Sakharov y el escritor Alexander Isayevich Solzhenitsyn; Rudolf Bahro lo fue en la República Democrática Alemana; Karel Kosik, en la antigua Checoslovaquia; en los Estados Unidos sobresalió, al promediar el siglo pasado, Martin Luther King, y en el Israel de nuestros días Mordekai Wanunu, científico nuclear que reveló la existencia del arsenal atómico en ese país y por lo cual se lo condenó a 18 años de cárcel sin que la “prensa libre” tomara nota del asunto.

La disidencia cubana, a diferencia de lo ocurrido con los ya nombrados, se encuadra en otra figura jurídica, porque su propósito es subvertir el orden constitucional y derribar al sistema. Además, y este es un dato esencial, quiere hacerlo poniéndose al servicio de una potencia enemiga, Estados Unidos, que hace medio siglo agrede por todos los medios imaginables a Cuba. Quienes reciben dinero, asesoría, consejos, orientaciones de un país objetivamente enemigo de su patria y actúan en congruencia con las intenciones imperiales de precipitar un “cambio de régimen”, ¿pueden ser considerados como “disidentes políticos”?

Para responder olvidémonos por un momento de las leyes cubanas y veamos lo que establece la legislación comparada. La Constitución de Estados Unidos en su Artículo III, Sección 3 dice que “El delito de traición contra los Estados Unidos consistirá solamente en tomar las armas contra ellos o en unirse a sus enemigos, dándoles ayuda y facilidades”. La sanción que merece este delito puede llegar hasta la pena de muerte, como ocurrió en 1953 con el matrimonio de Julius y Ethel Rosenberg, enviados a la silla eléctrica acusados de traición a la patria por haberse supuestamente “unido a sus enemigos”, revelando los secretos de la fabricación de la bomba atómica a la Unión Soviética.

En el caso de México, el Código Penal califica en su artículo 123 como delitos de traición a la patria una amplia gama de situaciones, como realizar “actos contra la independencia, soberanía o integridad de la nación mexicana con la finalidad de someterla a persona, grupo o gobierno extranjero; tomar parte en actos de hostilidad en contra de la nación ... a las órdenes de un estado extranjero o cooperar con éste en alguna forma que pueda perjudicar a México; reciba cualquier beneficio, o acepte promesa de recibirlo, con el fin de realizar algunos de los actos señalados en este artículo; acepte del invasor un empleo, cargo o comisión y dicte, acuerde o vote providencias encaminadas a afirmar al gobierno intruso y debilitar al nacional”. La penalidad prevista por la comisión de estos delitos es, según las circunstancias, de cinco a cuarenta años de prisión.

La legislación argentina establece en el artículo 214 de su Código Penal que “será reprimido con reclusión o prisión de diez a veinticinco años o reclusión o prisión perpetua y en uno u otro caso, inhabilitación absoluta perpetua, siempre que el hecho no se halle comprendido en otra disposición de este código, todo argentino o toda persona que deba obediencia a la Nación por razón de su empleo o función pública, que tomare las armas contra ésta, se uniere a sus enemigos o les prestare cualquier ayuda o socorro”.

No es necesario proseguir con esta somera revisión para comprender que lo que la prensa del sistema denomina disidencia es lo que en cualquier país del mundo –comenzando por Estados Unidos– sería caratulado lisa y llanamente como traición a la patria, y ninguno de los acusados jamás sería considerado como un “disidente político”. En el caso de los cubanos, la gran mayoría (si no todos) de los llamados disidentes están incursos en ese delito al unirse a una potencia extranjera que está en abierta hostilidad contra la nación cubana, recibir de sus representantes –diplomáticos o no– dinero y toda suerte de apoyos logísticos para destruir el orden creado por la revolución.

No sería otra la actitud que adoptaría Washington si un grupo de sus ciudadanos estuviera recibiendo recursos de una potencia extranjera que durante medio siglo hubiese acosado a los Estados Unidos con el mandato de subvertir el orden constitucional. Ninguno de los genuinos disidentes arriba mencionados incurrieron en sus países en tamaña infamia. Fueron implacables críticos de sus gobiernos, pero jamás se pusieron al servicio de un Estado extranjero que ambicionaba oprimir a su patria. Eran disidentes, no traidores.

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