Dom 13.06.2010

EL MUNDO  › ESCENARIO

Agridulce

› Por Santiago O’Donnell

Las condenas suelen dejar un sabor agridulce porque la Justicia casi siempre es tardía y parcial. El fallo que sacó esta semana el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia no es la excepción. Condena a cadena perpetua por genocidio a dos militares serbio-bosnios y a fuertes penas a cinco más por crímenes de lesa humanidad, todos ellos por su participación en la masacre de Srebrenica de 1995, para muchos el peor acto de violencia en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Si uno lee la sentencia no puede menos que pensar que estos muchachos recibieron su merecido. Tardaron poco más de un mes en masacrar a más de ocho mil hombres adultos por el solo hecho de ser bosnios musulmanes. Se cargaron a más de mil en un solo día en una orgía sangrienta que tuvo lugar en un galpón. Vaciaron dos enclaves enteros, desplazando a decenas de miles de mujeres y niños musulmanes de sus casas, después de aterrorizarlos y hambrearlos con un bloqueo feroz.

El Tribunal de La Haya demostró que la masacre no fue el resultado de ningún exceso, sino de un plan sistemático que arrancó con una directiva escrita, la número siete del entonces presidente serbio-bosnio Radovan Karadzic. Ordenaba crear “una situación intolerable de total inseguridad con ninguna esperanza de supervivencia o vida para los habitantes de Srebrenica y Zepa”.

Tampoco se puede discutir que la sentencia es un avance para el principio de jurisdicción universal del derecho penal internacional. Se trata de la segunda sentencia por genocidio que emite un tribunal internacional, tras las condenas por el genocidio en Ruanda, y la primera de ese tipo contra ciudadanos europeos. En América latina tampoco hay muchos antecedentes. En el 2006 la Corte Suprema brasileña condenó por genocidio a unos mineros que masacraron a aborígenes yaromami. Hay algunos casos dando vueltas en Bolivia, Colombia y Argentina y no mucho más. Si uno se pone a pensar en todo lo que pasó en nuestro continente y en el mundo desde que se firmó la Convención de Genocidio en 1948, suena a poco lo conseguido con ese instrumento legal y ésa es otra razón para festejar la sentencia emitida esta semana por el Tribunal de La Haya.

Pero, claro, hay algunas cosas que la sentencia no dice y otras que dice medio al pasar. Entre estas últimas se destaca un dato de público conocimiento, que aparece repetidamente en la descripción de los hechos pero que brilla por su ausencia en la sección dedicada al reparto de castigos. Para decirlo sin vueltas, durante la masacre y la limpieza étnica, los enclaves de Srebrenica y Zepa se encontraban bajo la protección militar de fuerzas holandesas bajo bandera de la ONU y la OTAN. Y esos soldados no dispararon un solo tiro para evitar la masacre.

Los jueces dicen en la sentencia que los holandeses fueron convenientemente engañados. Y los holandeses argumentan que no tenían mandato para actuar porque su misión se encuadraba en el Capítulo Seis del mandato de la ONU (mantenimiento de la paz) y no el Capítulo Siete (imposición de paz a través del uso de fuerza). Está bien, nadie va a acusar a esos holandeses de genocidio, pero el tribunal juzga crímenes de guerra y cuesta creer que los guardianes de Srebrenica no tengan responsabilidad penal alguna por un genocidio que ocurrió en sus narices, mientras esos mismos guardianes, según el fallo, negociaban el vaciamiento de los enclaves con los masacradores.

Como dice León Gieco, el grito de los perdedores es sordo y mudo, aunque griten juntos. A esta altura de los acontecimientos hay pruebas sobradas de la persecución y el desplazamiento de la minoría serbia en Kosovo tras la ocupación de la OTAN. Hay muchas y muy buenas investigaciones sobre toda clase de crímenes de guerra ocurridos durante esa ocupación. En 1999 la entonces República de Yugoslavia, lo que quedaba de ella, acusa por genocidio en Kosovo al gobierno de Estados Unidos. Washington contestó que las tropas de la OTAN actuaron para prevenir la limpieza étnica de kosovares albaneses y argumentó que la Corte de La Haya no tiene jurisdicción porque Estados Unidos firmó una cláusula complementaria a la Convención de Genocidio aclarando que no puede ser acusado sin su consentimiento. El tribunal le dio la razón y nunca más se metió con un soldado de la OTAN.

El otro tribunal penal internacional de La Haya, con jurisdicción sobre países como Irak, Afganistán o Medio Oriente, tampoco encontró nunca un crimen de guerra de tropas estadounidenses, europeas o israelíes que ameritara su intervención. En el caso de Irak, el fiscal argentino Luis Moreno Ocampo dictaminó que el tribunal no está para juzgar las razones que llevan a iniciar una guerra, sino los crímenes que se cometen en ellas y que, en el caso de Irak, no hay evidencias suficientes como para abrir una investigación.

Hasta ahora el tribunal penal internacional ha limitado sus procesos a Uganda, República Democrática del Congo, República Centroafricana, Sudán y Kenia. En el caso de la guerra yugoslava, también es frustrante que la primera sentencia por genocidio recaiga sobre militares de tercer nivel, mientras que de los tres principales responsables de la limpieza étnica de los musulmanes, uno está muerto, otro está prófugo y el otro está preso a la espera de un juicio que terminaría recién en el año 2014.

La sentencia por el genocidio de Srebrenica es un acto de justicia que traerá un poco de alivio a los sobrevivientes de la masacre y a los familiares de las víctimas. Como tal merece el aplauso. Pero a la vez representa un ejemplo más de justicia selectiva. Esa parcialidad pone en riesgo la legitimidad de la Convención de Genocidio y de todo el sistema de cortes internacionales. Porque se supone que fueron creadas para combatir los abusos de todos los poderosos y no sólo los de algunos poderosos no demasiado poderosos. Como dice un pasaje del Martín Fierro que Moreno Ocampo solía citar, como ejemplo de lo que no hay que hacer: “Para los amigos todo, para los enemigos la ley”.

Sensación agridulce: el fallo no estuvo mal, pero faltan muchos más. Y si La Haya no empieza a equilibrar la balanza, un día no muy lejano va a ser demasiado tarde.

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