EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
La letra empieza así:
“Esta es la última canción cowboy,
el final de un vals que duró cien años.
Las voces se oyen más tristes
cuando cantan esta canción,
porque otro pedazo de América se perdió.”
Seguramente alguien la recordó la semana pasada, en un 11-9 cargado de odio y tensión racial, cuando Obama dijo “estamos pasando por un momento difícil”.
Todo tiene que ver con todo. Desde la penosa retirada de Irak, hasta el circo mediático del pastor que propuso quemar copias del Corán. Desde la ley antiinmigrante de Arizona, hasta las manifestaciones antiestadounidenses en el pantano de Afganistán. Desde la mancha negra del Golfo hasta la crisis de desempleo que no parece tener fin. Desde las palabras cargadas de emoción que pronunció el presidente al pie de las Torres derrumbadas, hasta la letra de la última canción cowboy.
Ya no se trata solamente de arreglar la situación política, económica o militar. El problema no es Obama, ni las elecciones legislativas de noviembre, ni la polarización creciente entre la insurgencia de extrema derecha y la mayoría desencantada. Es más grande que eso. Estados Unidos sufre una crisis de identidad.
En tiempos complicados los pueblos vuelven a sus raíces. Allí, en lo profundo del sentimiento estadounidense, está la música de los cowboys. El country es el folklore, el mensaje fundacional de la cultura dominante. Lo escuchan millones de norteamericanos. En su gran mayoría son blancos y conservadores, provienen de zonas rurales y practican el cristianismo protestante.
Hay excepciones, claro. El viejo Charley Pride debe ser el único cantante negro de la historia grande de Nashville. Kris Kristoffersson es un izquierdista declarado que apoyó la causa revolucionaria en Nicaragua y El Salvador. Buddy Red Bow (Arco Rojo) usó la música vaquera para denunciar el genocidio de los indios sioux: “Corre indio corre, que llega el hombre blanco”. K. D. Lang rompió tres tabúes al mismo tiempo al declararse canadiense, lesbiana y vegetariana, y encima hizo una publicidad en contra del uso del cuero de vaca.
Hay de todo en la música country, que en sus distintas versiones se fusiona con el blues, el jazz, el gospel, el rock y el pop. Pero no deja de ser la música originaria de la mayoría anglosajona que controla el poder. El country representa lo que en Estados Unidos se conoce como “the heartland”, el corazón de la tierra. Para quienes la consumen, es la música que captura y transmite los sentimientos y las historias del corazón de la tierra. Escucharla a la luz de lo que está pasando sirve para entender.
“La última canción cowboy” cuenta el fin de la épica del Oeste. Y describe ese final como un triste y silencioso despertar. El despertar del sueño del cowboy: llevar paz, prosperidad y respeto por la ley a una tierra salvaje.
Por esas cosas del inglés, “La última canción cowboy” también puede leerse como “La canción del último cowboy”. De hecho, la canción habla del último cowboy. Dice que es un tipo que se esfuerza por mejorar su situación: “alimenta al ganado, trabaja en el mercado, vende tabaco y cerveza en los fines de semana”. ¿Y por qué lo hace? “Sueña con un mañana con cercos”, sigue la letra. “Pero esta noche cuando sueñe, los cercos no estarán.” El último cowboy sueña con un mundo seguro, con límites, donde se respeta la propiedad privada y uno puede dormir tranquilo en su propio corral.
“Estados Unidos no flaqueará en su defensa”, prometió Obama el domingo pasado. Obama no escuchará mucha música country porque es un negro de Chicago, pero entiende perfectamente el sentimiento del “corazón de la tierra”. Porque los negros no aparecerán en las películas, pero mamaron el mito igual que los demás. El cowboy como personaje noble, sacrificado, solitario y soñador. El cowboy como devoto de las tradiciones, violento cuando hace falta, pero amante de la justicia y el sentido del deber.
La última canción cowboy no dice que el cowboy era un santo. Dice que era un peleador, pero un peleador convencido. Dice que conoció el arte del Remington y que se batió a duelo con el bandido Wyatt Earp. Habla también de peleas con indios y mexicanos. Con respeto, pero sin culpa. Dice que el último cowboy “aguantó hombro a hombro con Travis” en El Alamo y que “cabalgó con la Séptima y lo enterraron con Custer, cuando Custer cayó” en Little Big Horn.
La canción es cortita pero dice muchas cosas. Dice que la historia del cowboy es la que contó Louie L’Amore en sus novelas de frontera, la que cantan Willie (Nelson) y Waylon (Jennings) cada vez que agarran sus guitarras.
La escribió Ed Bruce, un viejo vaquero que nunca trascendió como cantante, Quizá por eso pudo escribir la canción más emblemática del country, “Mamá, no dejes que tus bebés se hagan cowboys”, hito de un género que es pura tristeza y melancolía, como el tango.
“La última canción cowboy” fue escrita en 1980, mucho antes de su tiempo. Cinco años más tarde Willie y Waylon y Kris Kristoffersson y Johnny Cash la llevaron por todo el país, cuatro viejas leyendas del country tocando juntos por primera vez.
“Hombres de la carretera” se hacían llamar, y con la balada que lleva ese nombre abrían sus shows. Cantaban sus versos turnándose en el escenario y después se juntaban para despedirse con “La última canción cowboy”.
Waylon, el más country de todos, abría con la primera estrofa. Barba, sombrero, camisa abierta, chaleco de cuero, botas tejanas, voz grave y zumbona con acento del sur.
Seguía Kris con su fraseo sentido, cascado y fuera de tono. Más conocido como estrella de cine que como artista de country, Kris tenía su lugar bien ganado en el cuarteto por las canciones memorables que escribió, como “Loving her was easier” y “Me and Bobby McGee”.
Después le tocaba a Willie, icono máximo del country, vincha confederada, trenza gris llegando a la cintura, raro triple play de cantante inolvidable, guitarrista eximio y escritor de canciones eternas como “Crazy”, “Whiskey river” y “On the road again”.
Cerraba Johnny recitando con su voz gutural, todo de negro como siempre, como cuando compartía escenarios con Bob Dylan, o cuando visitaba cárceles, o cuando les cantaba a las tropas que volvían vencidas de Vietnam.
La despedida de “los hombres de la carretera” fue triste como la canción del último cowboy. Cuatro viejos trovadores queriendo despertar a un país sin ánimo para levantarse. Sacaron tres discos e hicieron varias giras, la última en 1996. Nunca pudieron repetir como grupo el éxito que habían alcanzado como individuos.
En el 2001 cayeron las torres. En el 2002 murió Waylon Jennings. En el 2003 Johnny Cash. Después vinieron la guerra de Irak y las torturas en Guantánamo. La ley del rifle se había convertido en un vale todo. Los cercos cayeron y ya nadie los iba reparar.
El último cowboy apuntó los faroles de su 4x4 al cruce del Río Grande y lanzó una embestida contra las mezquitas y el Corán. Pero no le sirvió de nada. El Oeste ya estaba perdido.
Las voces suenan tristes, dice la última canción cowboy. Suenan tristes porque ven pasar volando a los camiones por la carretera, en su apuro por llevar la cosecha a la ciudad. “Nunca frenan para razonar”, dice la canción.
Frenar y pensar. Pensar en lo que pasó y en lo que está pasando. En el precio que se pagó y en lo que quedó en el camino. Tantas bellas canciones de corazones rotos lloradas a mandolín y slide guitar. Tanta sangre derramada en guerras y duelos de revólver. Tantos cercos que se derrumban. Todo pasa muy rápido. Como si nunca hubieran existido la épica, la frontera y los pioneros. El último cowboy partió en silencio, se despide la canción. “Como si vivir y morir fuera lo único que hizo.”
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