Dom 26.09.2010

EL MUNDO  › ESCENARIO

El rey de los gitanos

› Por Santiago O’Donnell

No sé casi nada de Francia, no conozco la gente, no conozco los lugares. Sarkozy, está bien, lo leemos en los diarios. Era el ministro del Interior de Chirac que desató la ira de los jóvenes musulmanes que incendiaron decenas de autos en los suburbios pobres de París, en el 2005, días después de que el ministro los llamara “basura que hay que limpiar con kerosene”.

Después lo eligieron presidente y se despachó con una serie de medidas xenófobas, empezando por la creación de un “Ministerio de Inmigración y la Identidad”, siguiendo con el vergonzoso “debate sobre la identidad francesa” que el gobierno debió suspender por la ola de indignación que despertó, continuando con el impulso de una ley para prohibir el velo árabe, desembocando en la intempestiva deportación masiva de gitanos provenientes de otros países de la Unión Europea, como Rumania y Bulgaria, decisión que fue condenada universalmente y le valió a Sarkozy un reto del comisionado de la UE.

No era para menos. La prensa francesa había revelado un documento en el que el ministro del Interior de Sarkozy instruyó a la policía a dirigir su política de deportaciones hacia los campamentos gitanos. Era la primera vez desde la Segunda Guerra Mundial que un gobierno europeo dirigía una política represiva específicamente a una minoría étnica. El gobierno de Sarkozy había violado el artículo 7 del Tratado de Lisboa, documento fundacional de la UE. Dicho artículo a favor de la libre circulación de sus ciudadanos había sido adoptado en el 2000 a instancias del gobierno francés, bajo la presidencia de Chirac, ante la amenaza del ultraderechista Jörg Heider, que prometía sellar las fronteras de su país en su campaña para convertirse en canciller de Austria. Ahora el presidente francés hace lo que un austríaco filonazi nunca pudo, en parte gracias al freno que le puso en aquel entonces el presidente francés.

A esto se le suman otras medidas impopulares de corte derechista que ha tomado Sarkozy durante su gobierno, como la reforma previsional para alargar la edad jubilatoria y otras medidas de “modernización del Estado” de tipo fiscalista, cuyo efecto más palpable ha sido el de perforar agujeros en la red de contención del estado de bienestar. A este panorama sombrío hay que agregarle las escandalosas revelaciones del caso L’Oréal, que desnuda una trama de tráfico de influencias que llega hasta el gabinete nacional, y la frutilla del postre, la comprobación de que el gobierno de Sarkozy espiaba a los directivos del diario Le Monde como si Francia estuviera controlado por un Estado policial.

No conozco Francia pero conocí a algunos gitanos.

Una vez, hace veinticinco años, cené a solas con el rey de los gitanos. Se llama Steve Tene, y esa noche destilaba confianza y encanto. Quizá siempre fue así, quizá estaba un poco agrandado porque habían hecho una película basada en su vida con Eric Roberts, Susan Sarandon y Brooke Shields. El título de rey se lo había dado su abuelo, Steve Tene Bimbo, el anterior monarca del clan de Nueva York, poco antes de morir. El abuelo lo había elegido por encima de siete hijos y más de cincuenta nietos para recibir el medallón y el anillo de oro que identifican al líder de la tribu. Después las peleas familiares lo habían alejado del clan. Todos eso lo había contado en El rey de los gitanos, un best seller de Peter Maas.

Cuando lo entrevisté, quería volver a ocupar su trono, como me dijo, “para combatir los aspectos negativos de nuestra cultura”.

Tenía 42 años. Me recibió en su casa de Laguna Beach, California, con vista al océano Pacífico, y me cocinó manjares con sus propias manos. Contó un montón de historias y me hechizó con sus cuentos de casamientos gitanos. Habló de la fiesta, de la música, de la bebida y de la comida. De rituales en los que las fogatas, las panderetas y las sábanas manchadas de sangre jugaban un rol importante. Contó también el drama de cómo los padres arreglaban esos matrimonios, cómo vendían a sus hijas sin que los novios pudieran opinar. Esa era una de las cosas que quería cambiar. La otra era la imagen. “Los gitanos no quieren ser torcidos, pero hay que abrirles una puerta”, dijo.

Después le pedí que me leyera la mano y él me la leyó. No le creí nada.

Pasé los próximos seis meses persiguiendo gitanos, me gasté toda una pasantía del Los Angeles Times detrás de la nota del casamiento gitano que me haría famoso. El rey me presentó a sus amigos, comí con ellos, visité sus casas, aprendí mucho de los gitanos y su cultura. Son un pueblo muy cerrado porque son muy perseguidos. Los nazis casi los aniquilan, limpiaron a 500.000. Pero no son sufridos como los judíos y los armenios. Son nómades, no les interesa poseer tierra. Como no les interesa la tierra, tampoco tienen un mito de origen, una historia unificada que transmiten a las generaciones. Más bien se apoyan en una tradición oral que recapitula las leyendas de los distintos clanes y tribus, sus aventuras y travesías. Su sentido de pertenencia se basa en su idioma, el romani, y en su cultura: la comida, la música, la forma de vestir, el carácter alegre para sobrellevar momentos difíciles y el inmenso orgullo que sienten por ser gitanos.

En el medio de mi búsqueda me topé con una historia interesante. Un gitano, techista él, había sido detenido por robo. Casi todos los gitanos varones de Los Angeles que conocí eran techistas o vendían autos usados. Este techista, llamado Walter Larson, parece que había robado, no había mucho para discutir ahí. Pero el policía había llenado su informe con un lenguaje ofensivo y discriminatorio. Por ejemplo, había usado el verbo “to gyp”, que proviene de “gypsy” o “gitano”, como sinónimo de “engañar” o “estafar”. En otro pasaje había escrito “gitano rastrero” y en otro “manipulador como los gitanos”. Y el juez, después de leer ese informe, le había bajado una sentencia de cinco años por apropiarse de un total de 140 dólares en cuatro robos sucesivos cometidos en un lapso de cuatro horas.

Los gitanos suelen regirse por su propio código de justicia, administrado por el consejo de ancianos de cada tribu, en el que el destierro reemplaza al confinamiento. Pero esta vez, la cúpula del recientemente formado Consejo Romani de los Estados Unidos había decidido recurrir a la Justicia estadounidense en defensa del techista.

A pedido del abogado defensor, el Consejo había firmado una declaración condenando el lenguaje del agente. También le habían escrito al magistrado la Unión Mundial Romani y el congresista estadounidense de origen gitano Thomas Lantos, representante demócrata por California. El juez había convocado una audiencia para escuchar la apelación.

Ese día la plana mayor del Consejo se presentó ante el tribunal “gaijin”, o extranjero, como gesto simbólico de repudio por lo sucedido. Se trataba de una decisión inédita.

“Este es el caso más importante en la historia de los gitanos”, me dijo la antropóloga Ruth Anderson de la Universidad de Texas, especialista en cultura gitana, que había viajado hasta Los Angeles para estar presente en la audiencia. “Por primera vez han decidido protestar y defenderse en vez de esconderse y mudarse al próximo pueblo.”

Pero no fue un gran día para los gitanos. El juez los despachó con diez palabras. “Mi sentencia no se basó en el informe. Apelación denegada.”

Pero el policía fue sancionado y pude escribirlo en el Times. Todavía guardo el recorte. Después de la audiencia entrevisté al presidente del Consejo Romani, John Merino, un hombre canoso y bigotudo que vestía un traje sencillo pero tenía la presencia de un jefe de Estado. “No me voy a rendir. Si no sirve para este caso, servirá para las próximas generaciones.”

Merino no tuvo que esperar mucho para ver el fruto de su intervención. Seis meses más tarde, la Corte de Apelaciones anuló la sentencia en contra del techista y le pasó el caso a un segundo juez para que dicte otra sentencia. Fue una gran victoria para la comunidad gitana, aunque no para Walter el techista, ya que la segunda sentencia terminó siendo idéntica a la primera.

Después seguí, seguí, seguí, aunque nunca llegué a la boda gitana.

Pero algo aprendí. Para los gitanos la supervivencia se hace difícil. Sin patria, sin Historia con mayúsculas, deben apelar a un estricto código de conducta que marca claras diferencias entre gitanos y extranjeros. “Para un gitano, engañar a un extranjero puede no ser moralmente reprochable”, me había explicado Anderson, la experta de la Universidad de Texas.

Pero la misma académica presentó en el juicio del techista unos estudios que demostraban que pese a tener su propio sistema de justicia, o quizá por eso, en proporción, los gitanos cometían muchos menos delitos graves que los blancos, los negros o los latinos. En cuanto a delitos comunes, los mismos estudios mostraban que los gitanos no superaban el promedio general.

Todo eso me volvió a la memoria en estos días, cada vez que veía las imágenes de los gitanos entregándose mansamente a la policía francesa, o caminando muy tranquilos en los aeropuertos de Bucarest y Sofía después de las deportaciones (foto). También cuando leí que se filtró a la prensa francesa una infidencia del canciller rumano, en diálogo privado con Sarkozy: “Los gitanos tienen un problema psicológico: son todos ladrones”. También cuando me enteré de que la Unión Mundial Romani había querellado a Sarkozy por las deportaciones, en lo que seguramente se convertirá un nuevo caso testigo para los gitanos.

¿Y Sarkozy, qué gana con las deportaciones? Me dicen desde Francia que su estrategia sería ganarse el voto de extrema derecha, ya que la hija de Le Pen, nueva líder de esa facción, no tiene ni el carisma ni la popularidad de su padre recientemente fallecido. Una vez asegurado ese electorado, 17 por ciento en las últimas legislativas, Sarkozy viraría hacia el centro. Faltando siete u ocho meses para las elecciones generales del 2012, empezaría a repartir plata entre la clase media, mientras los socialistas se matan entre ellos buscando un candidato que se le oponga.

Dentro de esta estrategia los gitanos representan un blanco fácil, porque son la minoría más débil, más pasiva y más odiada de Francia. A diferencia de los inmigrantes musulmanes de los suburbios, los gitanos, cuando son atacados o perseguidos, no reaccionan quemando autos ni se enfrentan con la policía.

No conozco Francia pero conocí a algunos gitanos. Sarkozy, está bien, lo leemos en los diarios.

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