EL MUNDO › OPINION
› Por Gabriel Puricelli *
Un brote anómico de la policía ecuatoriana ha hecho trastabillar al “gobierno de la Revolución Ciudadana” de Rafael Correa. Lo que ha constituido desde el principio un golpe de Estado, en tanto arrebató de las manos del mandatario el monopolio de la fuerza legítima, fue una acción que parece inspirada en dosis parejas de oportunismo y de conspiración.
Quienes la decidieron saben que el presidente Correa ha optado desde siempre por una estrategia de poder que consiste en la renovación permanente de la legitimidad de su gobierno y que desdeña la cristalización del poder en partidos o instituciones. Como una bicicleta que sólo mantiene su equilibrio si sostiene cierta velocidad, se trata de un poder al que una embestida lateral puede hacer rodar por tierra, a condición de que su velocidad sea baja. Algunas indicaciones de pérdida de velocidad habían provenido de la ruptura del movimiento Pachakutik (brazo político de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, Conaie) con Correa, de las protestas recientes de algunos sindicatos y –sobre todo– de la ruptura del bloque parlamentario de la oficialista Alianza País (Patria Altiva I Soberana) en la Asamblea Nacional, a la hora de considerar el veto del Ejecutivo a la Ley de Servicio Público.
Estos hechos actuaron como señal para una fuerza golpista que estaba agazapada y que esperaba la ocasión de comprobar si el de Correa era un gobierno tan débil como los de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad o Lucio Gutiérrez, protagonistas de esa endémica inestabilidad ecuatoriana a la que Correa le puso fin. Puesto a prueba, ha demostrado disponer de unas reservas de energía ciudadana de las que carecieron sus predecesores, con su legitimidad carcomida por dosis variables de locura, corrupción y neoliberalismo.
La intentona se resiste a ser leída en clave de los viejos golpes del tiempo de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Es por eso que la hiperactividad diplomática de la Unasur y sus miembros y los reflejos ágiles de la OEA pueden ayudar a ponerle fin rápidamente. Es por eso que la reacción de los EE.UU. es claramente condenatoria y que hasta el pinochetismo chileno la rechaza. No se trata de una repetición de Honduras, en tanto no se puede trazar una correspondencia inmediata de los golpistas con una clase social.
En la medida en que termine de fracasar un golpe cuya acción no parece alcanzar a expandirse territorialmente, tal vez Correa decida avanzar en la propuesta que ya había hecho días atrás: ejecutar la “muerte cruzada” de Asamblea Nacional y presidencia que prevé la Constitución, para renovar otra vez su legitimidad en las urnas y recuperar velocidad de marcha. Sin ella, la Revolución Ciudadana puede ser vulnerable al ataque de la reacción.
* Coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net).
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