EL MUNDO › COMO SE VIVE EN LOS ALREDEDORES DE LA MINA, EN MEDIO DE LA INVASION PERIODISTICA
Hay familiares, rescatistas, carabineros y 1500 periodistas de todo el mundo. El Campamento Esperanza tiene una estricta organización. Hay protector solar gratis para todos. Y muchas anécdotas. Las esposas de los mineros que ya firmaron exclusividades con la tele.
› Por Emilio Ruchansky
Desde Copiapó
La última semana de agosto, cuando se supo que los 33 mineros estaban vivos y sepultados en la mina San José, el Campamento Esperanza no era más que un comedor comunitario, un camino que se dirigía a la bocamina y dos pequeños campamentos: uno de familiares, otro de los equipos de rescate. Comparado con lo que ocurre ahora, podría decirse que aquélla era una aldea y ésta una ciudad pujante. Por entonces, los periodistas y camarógrafos eran minoría. Hoy, es tal la magnitud de la cobertura mediática, que un cronista brasileño casi que tiene que pedir permiso para entrevistar a dos colegas alemanes. “Hacemos periodismo de periodistas”, les dice, ensayando una sonrisa compradora.
Al camino original de entrada se le sumaron dos explanadas para que circulen sólo las camionetas y camiones de los cientos de medios televisivos del país y del mundo. Una de ellas conduce a un gran montículo de piedras, donde antes estaban los baños y duchas. Lo convirtieron en un estacionamiento. Allí, dos españoles al ver la carpa caída de la noche anterior ríen y uno confiesa: “Nunca había armado una tienda, no sé cómo hacerlo y menos con todas esta rocas en el medio”. Al lado, la BBC alquiló un container para guardar equipos y dormir la siesta, cuando el sol perfora los litros de protector solar gratuito que se reparten en el campamento y se untan, preferentemente, los periodistas europeos y los carabineros que caminan y vigilan el lugar.
El comedor es sólo para familiares y rescatistas, ya no más para los periodistas, que reciben un plato tibio de fideos tirabuzón con salchichas cortadas. Deben buscarlos en la parte de atrás de esa carpa, con santuario incluido, y comer de pie. “Ya no nos tratan como el primer día; antes éramos la salvación, ahora somos como la peste”, se queja un corresponsal chileno del diario La Cuarta. A la entrada del comedor un cartel en inglés pide a los pocos periodistas que usan el lugar por la tarde, para merendar: “Por favor no se queden trabajando en esta área”. Antes nadie usaba credencial colgada al pecho. Ahora, hasta los familiares tienen una.
La calle original fue vallada y los carabineros, como si fuese un recital, la bordean a cada rato, pidiendo a la gente que no interrumpa el tránsito, aunque no lo haya. Es tal el grado de ocupación, que las ampliaciones hechas ya se saturaron. Los periodistas escriben parados, sosteniendo sus notebooks; otros, sin escrúpulos, ocuparon la mitad de las mesas dispuestas para que los chicos dibujen, jueguen, se distraigan. Y hay una guardería, porque el mensaje del gobierno local que insistía en que los chicos no volvieran no sirvió de mucho.
Una madre, que de vergüenza no da el nombre, dice que no tienen qué comer desde que el marido quedó sepultado en la mina. “Y además, aquí los chicos se divierten, tenemos un payaso, el Rolly, que se vino de Calama”, comenta la mujer. Algunos familiares canjearon sus carpas al costado del camino original por plata: se los “alquilaron” a los medios de televisión extranjera que no conseguían un buen lugar para trasmitir. Varias esposas aseguran que no pueden hablar con la prensa porque firmaron “contratos de exclusividad” con canales chilenos para dar la exclusiva antes y después del rescate. La BBC, que prepara un documental sobre el megarrescate, pagó en dólares a varias familias para seguirlas 24 horas.
Lo único que no cambió es el buen humor y la cordialidad entre periodistas. “Estamos todos en la misma”, dice uno, de la revista El Proceso, de México, cuando se corta la electricidad en la carpa de prensa y en la desesperación circulan los pendrives para mandar los artículos por Internet en las computadoras que aún tienen batería.
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