EL MUNDO › A MEDIDA QUE AVANZABA EL OPERATIVO, FAMILIARES Y PERIODISTAS ABANDONABAN EL LUGAR
Las familias de los mineros rescatados fueron evacuando de a poco el campamento, al igual que los periodistas de medios internacionales. Los que se quedaron hasta el final celebraron cantando y bebiendo champagne.
› Por Christian Palma
Desde Mina San José, Atacama
La familia de Yonni Barrios camina por la calle principal del Campamento Esperanza. Son las 18 del miércoles y el rescatado número 21, con su compañía, abandona la mina San José con mochilas, bolsos y carpas. Se despiden todos cariñosamente de algunos reporteros y reparten abrazos a los carabineros, muchos de ellos presentes en el lugar desde el día en que ocurrió el derrumbe, lo que derivó en una relación que ayer terminó en lágrimas. La despedida de algunos se mezcla con la euforia de los que quedan: el rescate, seguido por pantallas gigantes, culminó con una celebración con lluvia de champagne.
“Dile al cabo Lorca que avise más abajo, que va saliendo la familia Barrios”, vocifera un sargento. Los propios policías de verde se encargaban de acercar a la gente al bus que los llevaría a Copiapó, el lugar donde se trasladó la noticia, específicamente al Hospital Regional.
Al caer la tarde, más familias se sumaron al éxodo. Tras setenta días bajo tierra, sus maridos, hermanos, hijos o padres están siendo atendidos en el principal centro asistencial de la región, por lo que la permanencia en el yacimiento “no tiene sentido”, dice Juany, una abuelita que no quiso decir su apellido.
La mina San José está tranquila. Atrás va quedando el vaivén frenético de la última jornada, desde que el primero de los 33 mineros salió a la superficie. La baja de voltaje de la máquina en que se había convertido el campamento dio paso al relajo. La prensa también acusó el golpe y muchos reporteros se fueron a sus casas rodantes y carpas a descansar después de varios días de tensión extrema.
Los camiones con antenas satelitales de emisoras internacionales también han disminuido. La hegemonía de las comunicaciones la tomaron las televisoras chilenas, que aún mantienen las tarimas levantadas para las cámaras de televisión. En una rápida vuelta por la polvorienta callecita –el punto neurálgico de este lugar– se ven conductores haciendo despachos en vivo en los toldos que los familiares que aún siguen en San José ocupan para tener sombra. La mayoría no tiene acento extranjero.
“Muchos también se han ido a las carpas instaladas para las familias a descansar y permanecerán ahí hasta que llegue el turno de salir a su familiar”, cuenta otro carabinero que custodia celosamente la entrada de la zona habilitada para que los más cercanos a los 33 pernoctaran.
El cuadro se completa con aplausos, bocinazos y gritos cada vez que uno de los mineros veía la luz del día. En la sala de prensa general, que se improvisó con tablones de madera para apoyar las computadoras portátiles, los reporteros de todo el mundo también han disminuido considerablemente.
Periodistas rioplatenses ceban un mate, mientras otro con cara de gringo y con un gorro del Altiplano en la cabeza despacha sus notas con calma. Dos asiáticos, que escriben crónicas ininteligibles para los occidentales, chatean sin prisa.
El fuerte control policial en los accesos, debido a que las vías debían estar libres por cualquier inconveniente en el proceso de rescate, cortó la posibilidad de volver al campamento si se salía. Esto hizo que más tarde, los víveres y provisiones de la población flotante comenzaran a escasear y el menú de arroz con pescado frito entregado gratis por el Sindicato de Pescadores de Caldera fuera un lujo irrenunciable.
Las voluntarias de la Cruz Roja que reparten el almuerzo, fieles a la labor que las trajo a este lugar, gritan a todo pulmón que están listas las colaciones. Los pescadores fríen y fríen las presas en dos fogones gigantes. Es su aporte al campamento y la gente lo recibe agradecida.
Muestras de cooperación como estas se vieron en todo momento en San José. Por eso, la hora del adiós inminente sigue cobrando lágrimas. Cuando el frío se instalaba anoche otra vez en la mina, y otras familias y periodistas abordaban sus vehículos para retornar a la realidad y al confort de una cama limpia, un pequeño anónimo pregunta por el payaso Rolly, el mejor amigo de los niños en el campamento.
“El payasito se fue a la casa y nosotros haremos lo mismo”, dice su madre que toma al pequeño del brazo, pues éste quiere despedirse de su camarada. Rolando González, el tipo detrás del maquillaje, camina por los rincones del campamento tranquilo, meditando, saludando sigilosamente. De ser uno de los personajes más famosos en el lugar, a la altura de los rostros de TV, pasó a ser uno más. Se aleja tranquilo, aunque volverá para estar presente para el rescate del último minero.
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