EL MUNDO › SIGUEN LAS PROTESTAS EN CONTRA DE LA REFORMA DEL SISTEMA DE JUBILACIONES
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Sólo las circunstancias menores del relato cambian: unas gotas de lluvia, día sábado y un viento por momentos helado entre dos rayos de sol. La trama central fue la misma que hace cuatro días: una multitud ocurrente y chispeante llenó por octava vez las calles de decenas y decenas de ciudades francesas en contra del proyecto de reforma del sistema de jubilaciones.
El martes pasado hubo cerca de tres millones y medio de personas –fuentes sindicales–, este sábado la cifra se repitió como una melodía. Las centrales sindicales hablan de poco más de tres millones, la policía bajó la cifra a menos de 900 mil. Ni con la mejor intención de neutralidad se podría creer en semejante cálculo oficial. Además de la presión de la calle, Nicolas Sarkozy enfrenta la eventualidad de la falta de combustible debido a que las 12 refinerías de Francia están en huelga. Ante el temor del desabastecimiento, las colas en las estaciones se servicio se alargan. La gente grita en la calle y Sarkozy mantiene el camino trazado: las cotizaciones para jubilarse se extenderán de los 60 a los 62 años y de 65 a 67 para cobrar un sueldo pleno.
Una de las pancartas que abrieron la marcha parisiense bajo una lluvia copiosa decía: “Por una vida después del trabajo”. Ningún cartel o pegatina resume mejor la persistente voluntad que, dos veces por semana, mueve a la gente a salir a la calle. En los últimos siete días cerca de 10 millones de personas manifestaron en 200 localidades del país. Ayer, en París, empezó a escucharse esa célebre frase que dice “hasta la victoria”. No se intuye ningún desgaste entre los manifestantes.
Un sindicalista de la CGT explicaba en medio del griterío: “No tenemos que parar nosotros, sino parar el país. Rutas cortadas por los transportistas, aeropuertos cerrados por falta de combustible, trenes en el andén, universidades cerradas, funcionarios y sector privado de manos caídas. Sólo así entenderán que no queremos cotizar más, sólo así aplazarán la ley”.
Un profesor que marchaba a su lado con un megáfono repetía: “Huelga general, hasta la victoria”. A la manifestación de ayer se sumaron trabajadores del sector privado, jubilados y una masa consistente de jóvenes, entre 16 y 23 años. Una chica llevaba un cartel que rezaba: “Papá, mamá, les voy a obtener la jubilación a los 60 años”. El secretario general de la CGT, Bernard Thibault, dijo: “Los trabajadores están determinados a que se los escuche”, y reiteró el pedido de que se retire el proyecto de ley. Ese gesto es improbable.
El carácter emblemático de la reforma conduce a Nicolas Sarkozy a llevarla hasta el final, incluso si tiene a la mayoría de la población en contra, incluso si su promotor, el ministro de Trabajo Eric Woerth, está cercado por las sospechas y las acusaciones de colusión con la gran burguesía (el escándalo L’Oréal). El Partido Socialista reclamó que se suspenda la discusión en el Senado. El PS inscribe su posición en la fisura sindical: por un lado están los que exigen el retiro de la ley, por el otro la suspensión de los debates para negociar con el gobierno.
El Ejecutivo hará pasar la ley cueste lo que cueste. La situación es rocambolesca. El pueblo está en la calle, al igual que la mayoría de los miembros del gobierno. Una buena parte de los ministros tiene las valijas hechas esperando que se apruebe la ley y que Nicolas Sarkozy nombre un nuevo Ejecutivo para pasar a otra cosa y desplegar la estrategia para su reelección (2012).
Las manifestaciones perturban los planes, pero el programa está trazado. El próximo martes 19 habrá otra jornada de huelgas y manifestaciones y el miércoles 20, el Senado aprobará la ley. Nicolas Sarkozy habrá llevado a la población a niveles de exasperación, de odio y de decepción pocas veces vistos en la historia. Muchos de los que ayer manifestaban contra él creyeron en el sueño que les propuso en 2007: “Trabajar más para ganar más”.
“Ha sido una estafa, una burla demasiado tajante”, dice Jean Paul, un empleado del sector privado que votó a Sarkozy con los ojos cerrados. “Trabajo más, gano menos, todo cuesta más caro y encima quieren que siga aportando para jubilarme. ¡Un disparate!”, dice enojado. A falta de frenar la ley, la confrontación le dio cuerpo a una decepción que, semana tras semana, los sondeos reflejan con una persistencia inamovible. Los sindicatos saben que no torcerán el brazo del poder y ya buscan una forma de elaborar una salida honrosa y seguir el combate por otros canales. Es improbable que haya desabastecimiento. La policía controla los accesos a los depósitos.
Ayer, la ministra de Economía, Christine Lagarde, aseguró que había reservas para varios días. Sólo el aeropuerto de Roissy sufre una penuria de abastecimiento seria. Apenas le queda combustible hasta el martes. El presidente francés apuesta por rearmar su artillería electoral una vez que la ley sea ley. Tal vez, sus consejeros piensen que tienen una receta mágica y ya sepan de antemano cómo harán para que, dentro de menos de dos años, las apretadas y rencorosas multitudes que hicieron de Sarkozy el objeto de todos los odios den vuelta su posición y voten por él. Si así ocurre será un acto de magia inédita en la historia de las democracias occidentales. Por ahora, el pueblo está en la calle, sólidamente aunado en contra de quien busca que lo elijan una vez más.
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