EL MUNDO › OPINIóN
› Por Marcelo Justo
La muerte de Osama bin Laden fue un hecho militar, una operación que se parece mucho a las películas y que ya tiene seguramente varios productores interesados en rodarla, pero la derrota más importante del líder de Al Qaida se produjo mucho antes, con la revuelta del mundo árabe. Si los atentados de 2001 habían convertido a Bin Laden en un icono global, odiado en Estados Unidos y Occidente, pero con una valoración mucho más ambivalente en el mundo musulmán que al mismo tiempo lo admiraba y rechazaba, la rebelión en las calles de Túnez, Egipto y Yemen, en Siria, Libia y Marruecos dejó al desnudo el vacío político de su discurso fundamentalista en este siglo XXI de pobreza y Facebook, crisis económica, Twitter e Internet.
Hace 10 años su imagen adornaba los mercadillos del mundo musulmán, se enarbolaba en las manifestaciones, era bandera de batalla. La guerra en Afganistán e Irak incrementaron su popularidad. Eran tiempos de soberbio patoterismo occidental que tuvo un reflejo en la capacidad de reclutamiento de ese paraguas de organizaciones terroristas fundamentalistas que ha operado bajo el sello genérico de Al Qaida. La extrema violencia que desató “la base” en el Irak post Saddam Hussein, el regodeo con las decapitaciones filmadas de occidentales, el terror masivo contra la misma población, empezó a dar vuelta la cosa, pero fue la rebelión árabe este año la que le dio el golpe más duro. Las dictaduras árabes debían ser el caldo de cultivo perfecto para las actividades de Al Qaida. Los gobiernos, Occidente, los servicios secretos que dieron muerte a Bin Laden y, por último, Al Qaida misma, estaban convencidos de que la guerra era entre la estabilidad y el terror, entre la alianza con Occidente o la construcción del único Estado teocrático puro del mundo, quizá de la historia.
El pueblo árabe pateó el tablero. Las dictaduras alzaron el fantasma de la insurrección fundamentalista, Occidente vaciló en su apoyo a la democratización mientras Al Qaida y sus redes miraban lo que sucedía desde afuera, sin comprender cómo habían quedado al margen de la historia. Con la muerte de Osama bin Laden desaparece el mejor símbolo que sostenía la guerra contra el terrorismo. Queda un núcleo duro que intentará vengar su muerte, pero se abre también un camino hacia una pacificación de Afganistán y Pakistán que requerirá una fuerte dosis de capacidad negociadora y sutileza analítica, virtudes que, por el momento, brillan por su ausencia.
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