EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
La crisis educativa de Chile tiene su historia, pero parece que recién empieza. Después de las manifestaciones masivas de la semana pasada los líderes estudiantiles anunciaron nuevas marchas para esta semana y la central obrera llamó a un paro general de dos días para el 24 de agosto, plegándose a las protestas.
El gobierno de Sebastián Piñera endurece su posición, insistiendo en tratar a los manifestantes como mocosos maleducados, vándalos que no entienden la tradición legalista chilena. Nada es gratis en esta vida, se encargó de recordar el presidente.
Esto no empezó ayer. Después de veinte años de crecer al seis por ciento, después de superar a la Argentina en PBI, con el precio del cobre por las nubes, vino el reclamo por una educación que sea buena y gratis Como en Francia, como en Alemania, como en esos países desarrollados con los que le gusta compararse. Puta, cabrón, si hasta los argentinos la tienen, ¿por qué no los chilenos? ¿Por qué hay chilenos que pagan por la educación mientras otros lucran con ella? ¿Por qué los chicos pobres, en su mayoría, van a colegios privados? ¿Por qué esos colegios pueden entrevistar a los padres, elegir a los alumnos y negarles derecho de admisión a los más vulnerables?
La respuesta a todas esas preguntas, claro, estaba en la Constitución de Pinochet, esa que consagraba la “libertad de enseñanza”, por la cual el Estado se convertía en un donante pasivo de subsidios a empresas privadas cuya regulación supuestamente la ejercía el mercado a través de la libre competencia.
Parece mentira que veinte años de gobiernos de la Concertación no hayan podido cambiar esta situación, que Aylwin, Lagos y Bachelet hayan hecho poco y nada. Al menos ésta es la percepción de los miles de chilenos que salieron a la calle esta semana. Otra vez hay que volver al viejo. Para cambiar la ley educativa hace falta una reforma constitucional, y para hacerla, tres quintos o cuatro séptimos de los votos del Congreso. En un país con mayoría histórica de votantes de centroizquierda, la Carta Magna legada por el dictador le garantiza a la derecha el poder de veto ante cualquier intento de reforma. Lo hace a través del llamado sistema binominal, cuyo mecanismo de primarias desarticula la formación de terceras fuerzas para garantizarles a los partidos principales el dominio absoluto del legislativo. Por dar un ejemplo, en la última elección el independiente Marco Antonio Enríquez-Ominami sacó más del 20 por ciento de los votos, pero su fuerza no consiguió colar ni un representante en el Congreso. Tampoco es casualidad que en Chile la reforma política, junto con la reforma del sistema de salud, son los dos temas que se vienen. Volviendo a lo urgente, a la crisis de la educación, a la trampa del viejo: sin arreglo con la derecha no parece haber forma legal de cambiar la ley. Puta, cabrón, ahí está la huevada.
Las marchas del 2006, la llamada “revolución de los pingüinos”, la empezaron los estudiantes secundarios. Tuvieron fuerza, debilitaron a Bachelet. La presidenta formó una comisión presidencial, convocó a cientos de expertos académicos, gremios, funcionarios públicos, etc., etc. Al final del largo proceso hubo acuerdo, hubo arreglo con la derecha y en el 2007 se reformó la Constitución. La reforma les dio a las familias más derechos para exigir una educación de calidad al permitir la creación de nuevas instituciones para regular el sistema escolar. La reforma también abolió algunos abusos como el derecho de admisión en colegios primarios y secundarios, aunque esos mismos abusos continúen dándose en la práctica. También fijó un aumento en la inversión educativa del Estado, con el objetivo de alcanzar el seis por ciento del PBI, el nivel de Argentina y Brasil, contra el tres y pico que se venía gastando Chile. Sin embargo, según los expertos chilenos, esa meta aún no se alcanzó ni mejoró la calidad del gasto, concentrado en subsidios directos a instituciones privadas y públicas y financiamiento del sistema de créditos estudiantiles, un sistema con una alta tasa de morosidad, situación previsible dada la precariedad económica de los receptores y la incertidumbre del retorno: la mitad de los universitarios chilenos no termina su carrera.
La “revolución de los pingüinos” también empujó una ley gestada durante el gobierno de Lagos, que finalmente fue aprobada en el 2008. La ley transfiere más recursos a las escuelas del Estado, compensándolas por los mayores costos laborales que significa trabajar con los sectores más vulnerables. Sin embargo, al final del gobierno de Bachelet, la sensación general era que todo seguía igual: colegios caros, estudiantes endeudados, oportunidades para pocos, ventajas para los ricos. Tampoco se había solucionado uno de los principales reclamos de los pingüinos: la reforma pinochetista puso el sistema escolar en manos de los municipios, permitiendo que los municipios ricos tuvieran escuelas fabulosas y los municipios pobres escuelas lamentables, todas financiadas por el Estado, generando y perpetuando una gigantesca brecha educativa y de oportunidad.
Cuando asumió Piñera este año lo hizo a su estilo, prometiendo una revolución educativa. Llenó su gabinete de empresarios y tecnócratas y quiso gobernar como si Chile fuese una sociedad anónima. La falta de mediación política pronto se tradujo en debilidad. Sin un proyecto claro, sin el apoyo de la coalición gobernante, a cuyos líderes ofendió con su primer gabinete, Piñera se quedó solo y cuando empezaron los problemas su imagen entraba en caída libre. Hoy, para la derecha, Piñera es el hijo de Piñera, fundador de la Democracia Cristiana. Y para la izquierda, Piñera es el hermano de Piñera, el ministro privatista de Pinochet. Es el presidente menos querido desde el retorno de la democracia.
Ahora parece un chiste, pero en el área educativa Piñera hizo una de sus apuestas más fuertes. Como Obama hizo con Clinton en la Cancillería, Piñera puso en Educación al líder de partido aliado UDI y su principal rival político. Joaquín Lavin, numerario del Opus Dei, había sido dos veces candidato presidencial y no oculta su ambición de alcanzar todavía el ansiado primer sillón. Arrancó con todo: a poco de asumir, anunció una reforma educativa para garantizar por ley la “calidad” de la educación de todos los chilenos. Siendo uno de los pocos ministros del gabinete con peso político y agenda propia. Lavin trabajó sus contactos en el Congreso y logró la aprobación de dos importantes leyes educativas.
La primera fue una especie de flexibilización laboral con zanahoria. La ley les da más libertad a los rectores para despedir a docentes, supuestamente para mejorar la calidad de la educación. Pero también transfiere más recursos a las escuelas en distritos carenciados, como una forma de empezar a compensar la desigualdad entre municipios. Los despidos que siguieron enfrentaron a Lavin con los gremios, el PC y la Concertación. Pero también afianzaron su imagen de hacedor frente a la inacción de sus colegas.
La segunda ley derivaba directamente de la reforma de los pingüinos y esperaba sanción desde el 2007. Creó dos instituciones: Una Superintendencia de Educación para fiscalizar el uso de los recursos estatales y una Agencia de Calidad Educativa para evaluar las escuelas y clasificarlas según los resultados. De acuerdo con la ley, si una escuela tiene mala calidad, el Estado puede sancionarla hasta quitarle la matrícula, un avance importante con respecto a la “libertad de enseñanza” pinochetista.
En un gobierno con la imagen por el piso, Lavin era uno de los pocos que se salvaban del incendio. Antes de las protestas, sus índices de aprobación sólo eran superados por el popularísimo ministro de Minería Laurence Golborne, el protagonista de la saga de los mineros.
Nada de esto impresionó a los estudiantes. Cuando volvieron las protestas, los universitarios se pusieron a la cabeza, liderados por la carismática Camila Vallejo, militante de la juventud comunista. ¿Cómo puede ser que Chile tenga la enseñanza universitaria más cara del mundo?
Lavin se tuvo que ir. La prensa reveló y él terminó admitiendo, que lucraba con la educación. En Chile los colegios primarios y secundarios pueden tener fines de lucro, pero las universidades no. Sin embargo, es sabido que muchas de ellas lucran a través de servicios que proveen a distintas empresas. Resulta que Lavin era fundador de una universidad privada, la Universidad del Desarrollo, ubicada en uno de los sectores más ricos de Santiago. A la vez, era accionista de una inmobiliaria que le vendía servicios a la universidad. Al mismo tiempo, ministro de Educación. Al final no fueron sus convicciones religosas sino sus apetitos empresariales los que terminaron eyectando a Lavin de la silla caliente. El mes pasado Piñera lo corrió a Planificación.
Las marchas de esta semana no fueron violentas, sino más bien ingeniosas. Había estudiantes disfrazados de Michael Jackson (foto) payasos, banderas, parodias, hasta pintaron carros hidrantes en grandes cartulinas para burlarse de los carabineros.
El miércoles tenían pensado protestar frente a La Moneda, pero el Ministerio del Interior prohibió la marcha. Que sí, que no, que vamos igual, que mando a los carabineros, que los cagamos a trompadas. Llegó la represión, y los medios de la derecha se hicieron una fiesta. Infiltrados o marginales incendiaron un auto en el centro de Santiago. Una jubilada salió en los noticieros diciendo que el auto era de ella, que no tenía seguro para pagarlo y que los estudiantes le habían arruinado la vida. “No señora, no fuimos nosotros, repudiamos la violencia”, contestaron los jóvenes. Organizaron un festival, pasaron la gorra y le compraron un auto a la viejita.
Así están las cosas hoy. Los estudiantes reclaman gratuidad, pero no hay consenso para tanto ni en el gobierno ni en la oposición. Dicen que la gratuidad universal significa pagarles la educación de los ricos y la clase media alta. Los chilenos en la calle gritan que el sistema no funciona, pero los políticos insisten con que sólo hay que mejorarlo. En la semana, al compás de los cacerolazos, los discursos se radicalizaron y las posturas se endurecieron. Mientras congresistas y alcaldes nostálgicos de Pinochet salían de abajo de las piedras para denunciar a la nueva generación de marxistas subversivos, algunos jóvenes entraron en huelga de hambre.
Desde la ida de Lavin el mes pasado Piñera hizo poco y nada, más allá de la orden de reprimir la protesta del miércoles. A través de su nuevo ministro, de apellido Bulnes, presentó una modesta propuesta de mejoras en las becas, los créditos y los subsidios. Más que un plan, una listita. Los estudiantes rechazaron la oferta y entonces el presidente, sin más, le pateó el problema al Congreso. El Congreso citó a los “actores sociales” (estudiantes y aliados) y éstos aceptaron. Los contrincantes estarán cara a cara, pero la negociación no va a ser fácil. Según Gregory Elaqua, director del Instituto de Políticas Públicas de la Facultad de Economía y Empresa de Universidad Diego Portales, el problema principal es que el gobierno de Piñera no tiene un proyecto educativo.
“El gobierno no tiene una carta de navegación. No defiende convicciones ni principios. Si tuviera un proyecto conservador, de derecha, por lo menos se podría discutir. Pero Piñera responde como una empresa. Los empresarios arreglan problemas con plata, Piñera quiere arreglar todo con plata, y así es muy difícil.”
Es verdad, se vienen días difíciles. Con la ciudadanía movilizada, el Congreso jaqueado y un presidente débil y desorientado, arde Chile porque no encuentra respuestas en un sistema político orgulloso y anquilosado. Sin mediaciones ni respuestas directas para salirse del corset neoliberal que legó el dictador, sólo queda acordar la cifra del cheque que el empresario firmará para patear el problema. Un cheque con muchos ceros que dará pie a una dura lucha social, gremial y política contra las trampas que dejó el viejo, hasta alcanzar el objetivo de la igualdad educativa. Para los estudiantes no queda otra que pelearla. En la calle, en el Congreso, en puerta de La Moneda, porque, como dice Piñera, nada es gratis en la vida.
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