Mar 18.03.2003

EL MUNDO  › BUSH EMITIO UN ULTIMATUM DE 48 HORAS PARA QUE SADDAM HUSSEIN DEJARA EL PODER

Invitados a la decapitación de Saddam

En un sombrío mensaje de 15 minutos, el presidente norteamericano George W. Bush emitió ayer un ultimátum para que Saddam Hussein se fuera o afrontara una invasión militar en 48 horas. E instó a las fuerzas armadas iraquíes a desembarazarse de él.

› Por Claudio Uriarte

“El Consejo de Seguridad no ha estado a la altura de sus responsabilidades, pero nosotros estaremos a la altura de las nuestras.” Esta frase fue la ganzúa conceptual con que George W. Bush terminó de forzar oralmente ayer, en un ultimátum televisado de 15 minutos, los últimos cerrojos diplomáticos que lo distanciaban de una invasión más o menos unilateral –pero en todo caso claramente ilegal– a Irak. Se puede entender: desde la primera orden de movilización el 24 de diciembre del año pasado, los largos tiempos de la diplomacia sólo sublimaban los plazos necesarios para el despliegue militar. En otras palabras: desde que Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa norteamericano, firmó esa orden de despliegue, no hubo vuelta atrás. Lo que se vio y escuchó anoche, en un mensaje que estuvo dirigido sobre todo a los militares iraquíes, fue el corolario lógico de esa primera orden: ahora que el despliegue básicamente se ha completado, con 150.000 tropas en Kuwait, “Saddam Hussein tiene 48 horas para abandonar el poder”.
Ese ultimátum, sin embargo, dista de ser una fórmula gratuita. Nadie quiere realmente los costos de una guerra si puede evitarla, y Bush apuntó en su mensaje a dos auditorios principales: los militares de Irak y el pueblo de Irak. A los primeros los instó a evitar todo combate, y a los segundos les prometió la usual lista de regalos de Santa Claus de democracia, libertad, comida, medicamentos y prosperidad económica (lo que falta cada vez más en Estados Unidos, se podría intercalar). De este ultimátum se puede colegir algo central: Bush, cuando todo su dispositivo militar está en posición, sigue con la esperanza de no tener que usarlo, y que los militares iraquíes derroquen a Saddam Hussein en un golpe de Estado. Eso, según se ocupó de aclarar, no sería de por sí suficiente, sino el prólogo para la invasión indolora de las tropas norteamericanas. Es muy difícil, sin embargo, que esa esperanza se cumpla: Saddam Hussein no puede abandonar el país sin temer alguna clase de ofensiva judicial internacional –en estos tiempos de “globalización de la justicia”– y en todo caso su psicología parece contraria a que dé semejante paso. De hecho, y cuando ya se sabía lo que Bush iba a decir, un funcionario iraquí se anticipó al ultimátum y contestó: “Sólo hay una solución para evitar la guerra, y es que se marche del poder el promotor de guerra número 1. Bush hizo de su país el hazmerreír del mundo”. Por eso, por este carácter irreductible del enfrentamiento, el mensaje de Bush de anoche merece considerarse como las últimas palabras antes de la guerra.
El resto fue el usual relleno retórico con que Bush ha alimentado esta guerra. Por ejemplo, que Irak tiene armas de destrucción masiva, que Saddam no es lo que más se parece a un buen vecino, que es un colaborador del terrorismo y que puede ser una amenaza seria para Estados Unidos. Volvió a decir que Saddam Hussein era un aliado de Al-Qaida y que incumplió por 12 años las resoluciones de Naciones Unidas (por lo que, repitió, “la diplomacia ha fallado”). También buscó galvanizar la psiquis colectiva de los norteamericanos, aludiendo a las nuevas disposiciones de seguridad que se habían adoptado en puertos y aeropuertos, y estimulando entonces la percepción de que la nación estaba bajo amenaza. Y reiteró su creencia –en la que él realmente cree– de que la invasión de Irak será el comienzo de la democratización de Medio Oriente.
Para un observador más o menos informado, la escena no pudo menos que parecer nimbada de un aura de irrealidad: fue como la película Wag the Dog, pero al revés. En Wag the Dog, un presidente norteamericano, por razones ulteriores, inventaba una guerra que no existía; en el mensaje de Bush de ayer, un presidente justificó una guerra que sí existe con argumentos que no se sostienen. La enumeración de incumplimientos de la ley internacional que descargó sobre Saddam Hussein podría aplicarse con similar justicia a decenas de países del mundo, sin que sobre ellos se esté reuniendo una fenomenal armada de 400.000 hombres. Tuvo frases absurdas, como que “una razón por la cual fue fundada la ONU después de la Segunda Guerra Mundial fue para confrontar a los dictadores hostiles de manera activa y temprana”: uno se preguntaría qué papel cumplía exactamente Stalin en ese acto fundacional.
Pero, se sabe, este tipo de apariciones son en gran parte para la opinión pública. Sin embargo, ése es el frente donde Bush ha salido más estruendosamente derrotado. Su intento de legalizar una guerra claramente ilegal acudiendo al Consejo de Seguridad de la ONU sólo magnificó el espectáculo de la incongruencia, potenciando la oposición de los pacifistas. Pero ahora, ese capítulo parece cerrado, y la única pregunta es por qué Bush trató de legalizar una acción ilegal que estaba condenada a ser rechazada por la comunidad internacional, y que él estaba dispuesto a consumar en primer lugar.

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