EL MUNDO
› LOS VERDADEROS MOTIVOS TRAS LA INVASION DE EE.UU. A IRAK
El plan para el Imperio Americano
La guerra en marcha contra Irak forma parte de un diseño estratégico mayor para el poder estadounidense. Esta nota cuenta cómo es el plan, quiénes lo diseñaron, qué lo favoreció y de qué modo llegó a convertirse en la prioridad del presidente de EE.UU.
Por Enric González
Desde Washington
¿Por qué? Millones de personas se hacen esa pregunta. ¿Por qué la guerra en Irak? El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, ofreció distintas explicaciones en distintos momentos, siempre con el 11 de septiembre como fondo. Había que invadir Irak, según él, para imponer el desarme exigido en las resoluciones de la ONU tras el alto el fuego de 1991. Pero también para acabar con Saddam Hussein. Y para liberar a los iraquíes. Y, de paso, para forzar un reordenamiento estratégico de Oriente Próximo que facilitara la pacificación de la zona. La diversidad de motivos y el oportunismo con que se esgrimía uno u otro contribuyeron a la confusión y a la desconfianza de la opinión pública mundial.
La actual invasión de Irak resultaría incomprensible sin la guerra de 1991, un conflicto técnicamente inconcluso. Aquélla fue la primera gran operación militar de EE.UU. como superpotencia única. La URSS estaba ya vencida y al borde de la desaparición. George Bush padre, presidente por entonces, quiso que la guerra del Golfo fuera el modelo de un nuevo orden tutelado desde Washington, pero anclado en un concepto multilateral: forjó una coalición militar amplia y con apoyos árabes, obtuvo el respaldo explícito del Consejo de Seguridad y, lo más difícil, se atuvo estrictamente al mandato de Naciones Unidas: expulsó a los iraquíes de Kuwait, pero no permitió que las tropas del general Norman Schwartzkopf entraran en Bagdad y acabaran con el régimen de Saddam Hussein.
Aquello dejó un regusto amargo entre muchos de sus colaboradores, incluyendo a su hijo, ya que demostraba los límites con que toparía la política exterior estadounidense si se ceñía a la disciplina de la ONU.
Ese sentimiento se convirtió en frustración con el paso del tiempo, al comprobarse que el presidente iraquí no sólo resistía en su puesto, sino que demostraba una extraordinaria habilidad para burlar a los inspectores de armas. La expulsión de los inspectores en 1998 marcó un hito y tuvo profundas consecuencias en Washington.
Un grupo de políticos e intelectuales conservadores se había organizado en 1997 en torno de algo llamado Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNSA), con el propósito de vertebrar un sistema que consagrara la hegemonía de Estados Unidos en el siglo XXI. En enero de 1998, ese grupo concluyó que Irak podía ser la clave de sus proyectos. Clinton y los líderes de las dos cámaras del Congreso recibieron cartas del PNSA con recomendaciones como la siguiente: “Debemos establecer y mantener una fuerte presencia militar en la región (Oriente Medio) y estar dispuestos a usar esa fuerza para proteger nuestros intereses en el Golfo y, si es necesario, para apartar del poder a Saddam Hussein’. Las cartas estaban firmadas por Donald Rumsfeld, actual secretario de Defensa; Paul Wolfowitz, actual subsecretario de Defensa; Richard Armitage y John Bolton, actualmente número dos y número tres de Colin Powell en el Departamento de Estado, y Richard Perle, actual jefe del consejo asesor del Pentágono, entre otros.
Un año más tarde, un documento del PNSA titulado “Reconstruyendo las defensas americanas” vaticinaba que el cambio estratégico que preconizaban sólo sería posible cuando se produjera “un acontecimiento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor”. Ese acontecimiento ocurrió el 11 de septiembre de 2001, cuando el PNSA estaba ya incrustado en el nuevo gobierno de George W. Bush.
Bush nunca había expresado más que un vago interés por los ambiciosos planes geoestratégicos del PNSA, afianzado en el Pentágono y plenamente respaldado por el vicepresidente Dick Cheney. La diplomacia no lo atraía y la había dejado en manos de la figura más prestigiosa de su gobierno, elgeneral retirado Colin Powell. Pero los acontecimientos del 11-S cambiaron a Bush, cambiaron a los estadounidenses y cambiaron el mundo.
Hasta ese momento, Bush no había considerado siquiera la posibilidad de que la política exterior fuera a constituir el eje de su presidencia. Martirizaba ocasionalmente a Powell con su obsesión por hacer todo lo contrario que Clinton y su convicción de que EE.UU. estaba por encima de las reglas de juego internacionales, lo que le llevó a romper los contactos con Corea del Norte, a irritar a europeos y japoneses por su rechazo al Convenio de Kioto y su boicot a la Corte Penal Internacional, a tensar las relaciones con Moscú con su ruptura del tratado antimisiles balísticos (ABM) y a encrespar a los árabes con su desprecio hacia la causa palestina. Todo eso, sin embargo, estaba más relacionado con los instintos aislacionistas de Bush que con una estrategia imperial. Antes del 11-S, la modesta prioridad diplomática estaba en México, un país cuyos problemas Bush conocía relativamente bien por su vecindad con Texas. El desparpajo con que se ganaba enemigos en el mundo muestra, en retrospectiva, que no albergaba grandiosos planes para Irak o el conjunto de Oriente Medio, y no consideraba urgente la creación de coaliciones internacionales.
La devastación de las Torres Gemelas y el Pentágono proporcionó, en palabras del propio Bush, un sentido a su presidencia. Su instinto político y sus convicciones religiosas, más profundas e inflexibles que las de los anteriores 42 presidentes, se combinaron en una misión de tono casi místico. Estados Unidos había sido “llamado”, proclamó, “a defender la nación y a conducir al mundo hacia la paz”. El mismo 11 de septiembre anunció que su país estaba “en guerra”. Más tarde precisó que esa guerra duraría “al menos una generación”. Pero le hacía falta un soporte ideológico, un plan que fuera más allá del ataque contra las bases de Al-Qaida en Afganistán, que proporcionara respaldo a la tesis de que el terrorismo, los Estados delincuentes (como los del eje del mal) y las armas de destrucción masiva podían constituir una mezcla literalmente explosiva, y que encajara en un marco coherente su decisión de evitar a cualquier precio que Estados Unidos sufriera nuevos ataques de gran envergadura en su propio territorio. La seguridad y la destrucción del terrorismo se habían convertido en principios políticos sagrados para Washington.
Rumsfeld (que horas después de los atentados, cuando aún se desconocía quién era responsable, ordenó a los generales que estuvieran preparados para bombardear Irak), Cheney, Wolfowitz, Perle y demás estrategas del PNSA pusieron inmediatamente sobre la mesa de la Oficina Oval el gran plan para el siglo XXI. Evidentemente, comenzaba por Irak. El gran plan consistía en convertir Irak, por la vía de la guerra y la ocupación, en un país próspero y pronorteamericano, tomando como modelo la Alemania de 1945 (aunque, según muchos analistas, Irak se pareciera más a la Yugoslavia de 1990).
La transformación iraquí, según los documentos del PNSA, proporcionaría a Israel un vecino fuerte y amistoso, garantizaría el acceso de Occidente a “una significativa porción de las reservas petroleras mundiales”, imprimiría una fuerte presión reformista y un efecto de contagio sobre regímenes totalitarios como el sirio y el saudita, y aislaría a Irán. Adicionalmente, ofrecería a todo el planeta una demostración de la fuerza de EE.UU. y de su voluntad de utilizarla.
Bastantes de las ideas del PNSA, también llamado likudista dentro del Partido Republicano por su afinidad ideológica con el partido gobernante en Israel, se plasmaron poco después en un documento sobre la estrategia de seguridad estadounidense, presentado por la Casa Blanca al Congreso el 20 de septiembre de 2002. El documento hacía referencia a un “internacionalismo genuinamente americano” y detallaba de forma explícita,por primera vez, la doctrina de la preemption, o anticipación: Estados Unidos se legitimaba a sí mismo para atacar a cualquier país que pudiera constituir un riesgo para su seguridad, aunque ese riesgo no fuera concreto ni inminente. Esa doctrina ya había sido practicada anteriormente (recuérdese la invasión de la isla de Granada, en 1983, y antes, el fallido intento de invasión de Cuba en 1961), pero nunca había sido elevada al rango de estrategia nacional.
El documento fue publicado, no por casualidad, casi simultáneamente a la comparecencia de Bush ante la asamblea general de la ONU para exigir una solución definitiva a la larga crisis iraquí. La nueva doctrina contenía una contradicción reveladora: se fijaba como objetivo la promoción internacional de la libertad y la democracia, pero otorgaba la prioridad máxima a una política antiterrorista que no podía funcionar sin la cooperación de países muy ajenos a esos valores, como, por ejemplo, Pakistán, Arabia Saudita o Uzbekistán.
En septiembre de 2002, cuando George W. Bush acudió a la ONU y publicó su doctrina estratégica, la guerra contra Irak ya estaba en realidad decidida. Ese verano, en su rancho de Texas, Bush había aprobado el envío de tropas a Oriente Medio. En teoría, la amenaza de la fuerza era necesaria para presionar a Saddam. En la práctica, y conociendo el historial del dictador iraquí, garantizaba la guerra. Era políticamente imposible mantener durante muchos meses a cientos de miles de soldados inactivos en la zona o repatriarlos sin haber logrado un cambio radical en Irak.
Por detrás del gran plan aparecieron planes menores en el terreno doméstico. Karl Rove, el asesor político de la Casa Blanca, organizó la campaña electoral de noviembre de 2002, en la que se renovaban los gobernadores y gran parte del Congreso, basándose en el fragor belicista. Los demócratas quedaron mudos, incapaces de criticar al gobierno por temor a parecer poco patriotas. ¿Quién podía interesarse por las futuras jubilaciones, cuando el gobierno alertaba de continuo sobre terribles amenazas terroristas y sobre las armas devastadoras que Saddam Hussein podía utilizar en cualquier momento? Y Bush ganó las elecciones.