Dom 23.03.2003

EL MUNDO  › QUE DICEN Y QUE PIENSAN LOS IRAQUIES QUE SE FUERON AL EXILIO EN FRANCIA

“Ahí, donde bombardean, estaba mi casa”

Muchos iraquíes están en el exilio. Algunos emigraron por razones económicas; muchos, por motivos políticos. Pero los iraquíes distan de ser una unidad. Entre kurdos, chiítas y sunnitas, una nación anómala se refleja en la heterogeneidad de su exilio. Página/12 entrevistó a los exiliados iraquíes en París y Londres para ver qué piensan ante la invasión de su país.

Joseph A. mira la televisión como un sonámbulo, señala el aparato con un dedo tembloroso y, con la voz comprimida por la emoción, dice: “Ahí, justo allí, detrás de esos edificios altos, estaba mi casa”. Las imágenes de la televisión francesa muestran un plano general del centro de Bagdad a la hora del amanecer. Joseph A. baja la vista, se seca una lágrima con el dorso de la mano, suspira y, como si al hablar se sacara un inmenso dolor de adentro, vuelve a decir: “Es horrible ver caer las bombas sobre la ciudad donde nací. Parece una película pero en esa ciudad está mi vida”. A sus 55 años recién cumplidos y con casi 30 pasados en Francia, Joseph A. asiste a distancia al nuevo drama que desgarra su país. “Cuando era chico quería que todo el mundo hablara de mi país. Hoy quisiera que no se hablara más”, afirma a media voz mientras revuelve un café ya frío. Joseph A. mira una vez más la televisión y no lo puede creer. Doce años después del primer bombardeo de Bagdad las imágenes vuelven a repetirse. Este cristiano iraquí, que habla el arameo, ya no distingue el sueño y la pesadilla. Al igual que la gran mayoría de refugiados iraquíes, cristianos, musulmanes o kurdos, Joseph A. vive entre el terror de los misiles y el sueño de regresar a un país. “Ni Bush ni Saddam”, gritan a coro sus amigos iraquíes sin saber cuál es la fórmula para zanjar la contradicción: ¿cómo decapitar el régimen de Saddam Hussein si no es por la fuerza?
“La fuerza es la destrucción, el robo de los derechos y una injerencia inaceptable”, argumenta Salah Massoudi, un pintor iraquí para quien “la mejor solución hubiese sido apoyar a la oposición y abrir espacios de lucha en el interior de Irak”. Demasiado tarde. “El cambio era el pueblo, no las bombas norteamericanas”, dice otro iraquí, informático de profesión. La comunidad iraquí refugiada en Francia es un mosaico de identidades y sensibilidades que obliga a la prudencia. Sus opiniones llevan la marca de la historia que a cada grupo le tocó vivir y la señal de la “identidad” religiosa que los forjó. Unidos bajo el don de la comunidad, no todos son completamente hostiles a la guerra. Fatalista y amargo, Yusif, un iraquí que representa la última ola inmigratoria, acepta que “a la altura a la que hemos llegado, una guerra más puede ser la última solución para terminar de una buena vez por todas con Saddam”. Las dictaduras y las guerras empujaron a los iraquíes fuera de su país a través de distintos éxodos. En los años ‘70, los primeros en partir fueron los intelectuales de izquierda, enemigos acérrimos del partido Baath. En los años ‘80, la guerra contra Irán creó una nueva generación de refugiados, en su mayoría familias de ingresos elevados. En la década del ‘90, la Guerra del Golfo provocó otro éxodo masivo, particularmente de los cristianos como Joseph A., asirio-caldeos que aún hablan el arameo, el idioma de Cristo. A ellos se les sumó otra categoría de refugiados, los kurdos, asesinados a mansalva por el régimen de Saddam Hussein.
Cada uno tiene su identidad y su análisis de la crisis, determinado por la variedad de los orígenes y las tradiciones. Joseph A. se acuerda de que en Irak, durante la guerra contra Irán, ser cristiano y no pertenecer al partido Baath era llevar una cruz sobre la frente: “Una condena. Mi padre, que era cristiano y detestaba al Baath, murió en el frente iraní. Como a tantos otros cristianos, el régimen lo enroló por la fuerza. Eran los primeros en salir al campo de batalla”. Fuera de los kurdos, que constituyen un caso aparte, la comunidad iraquí vive en una simbiosis que borra las fracturas étnicas y religiosas. La oposición a Saddam los une, los métodos para sacarlo del poder los dividen pero la referencia “a la tierra iraquí” los reconcilia con todo. Rajah, una mujer de 45 años quellegó a París a principios de los años ‘80, dice: “Frente a un dictador que masacra a un pueblo y frente a las bombas que, al pretender sacarlo, martirizan todavía más a la gente, lo único que nos queda es sentirnos unidos. Cada uno tiene su religión y sus orígenes, pero, a lo lejos, el sufrimiento nos hace a todos iguales”.
Joseph A. es más discreto, hasta más temeroso. Aquello que las bombas de la administración Bush hagan en su país terminará por dibujar el mapa de su destino. Mucho más que los musulmanes o los kurdos, los asirio-caldeos permanecen fuertemente ligados a sus raíces culturales y religiosas. Para ellos, el arameo y la región son “territorios” de una patria más densa que la misma tierra de Irak. “Estamos orgullosos de llevar en nosotros la tierra de Abraham, el profeta nació entre el Tigris y el Eufrates y que, desde la ciudad de Ur, salió hacia la Tierra prometida”, dice Marie, una refugiada perteneciente a la ola que salió de Irak con la Guerra del Golfo. Piadosos y devotos de su iglesia, los asirio-caldeos determinan su existencia como una respuesta a un llamado superior. “La religión es el alma de nuestra comunidad. Lo único que nos queda es la religión y nuestra cultura. Preservarlas significa que es preciso tomar conciencia de la herencia de nuestros ancestros”, explica Marie. También les queda el miedo. Entre los iraquíes, los cristianos de Oriente son los más hostiles a la guerra, y no solamente por temor a las bombas. Es un pánico sordo donde se mezclan amenazas y configuraciones nefastas. Los cristianos oriundos de Irak viven con un sentimiento de inestabilidad aún más fuerte que el que se puede sentir en los kurdos o los musulmanes. Lo que más temen es que las bombas estadounidenses desdibujen el esquema de la nación iraquí, que susciten una reacción de odio que, a la larga, terminará por llevar al poder a un régimen islamista radical, el cual, a su vez, no estaría en condiciones de “distinguir” a los cristianos de Oriente con los de Occidente, esos mismos que tiran las bombas. Estado laico pero país dividido. “Saddam es un gran hombre”, clama un anciano iraquí de origen cristiano. Entre los cristianos iraquíes, los elogios son más constantes que las críticas. Nada puede ser más revelador de la complejidad de la problemática iraquí que las reacciones del cuadro de comunidades que componen Irak: musulmanes, sunnitas, chiítas, kurdos, asirio-caldeos. Por paradójico que parezca, para los cristianos asirios Saddam Hussein aparece como un protector de una comunidad que se ve amenazada por los musulmanes. Joseph A. aduce que hoy, a la salida de las escuelas, los alumnos cristianos son tratados de “hijos de Bush”. Marie defiende al dictador de Bagdad argumentando que Saddam “respeta a los cristianos. Fíjese, Tarek Aziz, el vicepresidente iraquí, es cristiano. Con Saddam Hussein tenemos la garantía de un Estado laico”. Joseph A. asiente y explica: “Hoy tenemos más miedo que nunca. ¿Cómo quedará nuestro país después de las bombas? ¿Qué pasará con los cristianos? Lo peor es que, con una agresión como esta, los cristianos de Oriente vamos a pasar por aliados de Occidente. Nuestra suerte está echada. Dentro de algunos años, para hablar del porvenir de los cristianos iraquíes habrá que ir a Suecia, a Alemania, a Holanda o a Estados Unidos”.
Si algo une a los iraquíes exiliados es la tristeza y la esperanza de que el calvario se termine. Kurdos, musulmanes y cristianos repiten al mismo y viejo proverbio iraquí: “El que se va de su casa es un hombre disminuido”. Raid Al-Masud, que es musulmán, admite con pena que “cualquiera sea la identidad religiosa de los iraquíes, nuestro pueblo ha sido estrangulado por la tragedia. El petróleo, que hubiese debido mejorar nuestras condiciones de vida, se convirtió en una maldición. Ninguna invasión, ninguna guerra le ha hecho tanto mal al pueblo iraquí como la tiranía de Saddam Hussein”. La comunidad iraquí vive con una certeza dolorosa: “Lo más terrible de los pueblos es cuando las realidades políticas trastornan los equilibrios de la identidad. Entre el partidoBaath, la dictadura de Saddam Hussein, la guerra contra Irán, la primera Guerra del Golfo y esta de ahora, del Irak histórico no ha quedado nada. Es un viaje sin retorno al fondo del dolor, de la represión y de la lenta desaparición de un país”, asegura Tarek, un ex combatiente de la guerra Irán-Irak. El hombre odia tanto a Saddam Hussein como a Occidente, responsable de haber “empujado al régimen a la asfixia y al pueblo a toda clase de privaciones mediante un embargo criminal. Por culpa del embargo, una vez que la dictadura de Saddam se termine entraremos en una inevitable guerra civil. Sunnitas contra chiítas, musulmanes contra cristianos. Todos contra todos”. Tarek explica muy bien el sentimiento nacional que anima a los iraquíes y el miedo que inspira un futuro cubierto por el odio y el humo. “Nuestro pueblo es la cuna de las civilizaciones. Nuestra historia es más antigua que el mismo cristianismo.” Ephrem Azar, un intelectual iraquí de ojos enormes y frases bien pensadas, resume con su análisis el salto al vacío de una sociedad desarticulada: “Occidente está ciego. Desde hace unos años, los iraquíes se refugian en el Islam para denunciar con más vigor al enemigo occidental, que es cristiano. Todo ocurre como si volviésemos a la época de las cruzadas. El Islam, religión mayoritaria, es el nuevo escudo que permite reforzar la cohesión nacional. Se trata de un problema nuevo. Occidente no se da cuenta del mal que ha hecho”.

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