Lun 24.03.2003

EL MUNDO  › OPINION

Un pacifismo no ingenuo

Por Horacio González

Es bueno ser pacifista. Como sentimiento tallado en la pureza y en el candor de las almas virtuosas, el pacifismo goza de un prestigio incalculable. No es posible equivocarse si se entiende este sentimiento como fundador de las grandes religiones mundiales. Se podría decir que buena parte de la historia humana se expresa en la búsqueda y reiteración de ese “momento inicial” de sosiego que expulsa de las conciencias el ánimo guerrero. Pero como es habitual que los movimientos pro-paz surjan una vez que las grandes guerras se han declarado, es forzoso admitir que el pacifista puede ser, muchas veces, un refinado pesimista que decide pensar el mundo omitiendo deliberadamente sus fuerzas destructivas y postulando una vez más, con divina conciencia escéptica, su utopía de regeneración de la especie humana.
Pero ni siquiera los llamados del Papa surgen de un alma que solo sabe contemplar su elevada perfección armoniosa. En un sentido general, no hay religiones que en sus capítulos más recónditos no reserven una problemática tensión hacia la idea de guerra salvadora, un modo de que el santo y el soldado realicen una vez más su intercambio complementario de hechizos. Por eso hay varios planos en la expresión pacifista. Un hálito escandalizado es su primer escalón respetable. Muchos lo sentimos frente a esta guerra norteamericana que calificamos de distintos modos, como inmoral o sórdida, si preferimos las consignas jurídico-morales, o como propia de la expansión del Imperio, si preferimos las categorías histórico-políticas. Pero de inmediato adviene otro escalón, que sin dejar de contener una nota de turbación descubre la dialéctica de guerra y paz que alienta la historia de las naciones, las culturas y los grupos humanos. Incluyendo, desde luego, la dialéctica entre la vida cotidiana y los artefactos sofisticados de las técnicas guerreras, como lo muestran las expansiones industriales de las tecnologías informático-visuales en el mundo doméstico.
En la historia de las ideas bélicas, son elocuentes tanto un Maquiavelo diciendo en el Arte de la guerra “que los romanos jamás imploraron la paz contra Aníbal”, como un Clausewitz diciendo que la guerra tiene más que ver con el comercio y la política que con las artes y las ciencias, y a la vez, que “la política debe ser considerada como una especie de comercio a gran escala”. En el primer caso se postula una fórmula pasional del honor; en el segundo, un régimen general de equivalencias entre todos los actos humanos y sociales. Todo el pensamiento moderno ha bebido de estas fuentes, al punto de hacerse de la paz un punto inestable en medio de un campo de fuerzas, tal como lo exponen estilos y acciones tan diferentes como las de Lenin, Gandhi, Mishima o Guevara durante el siglo XX. Cada uno de ellos, invocando la “correlación de fuerzas”, la “no-violencia”, el “sacrificio ritual” o “muchos Vietnam”, mostraban ostensibles diferencias entre sí, pero ninguno dejó de manifestar una lúcida lectura de la inextricable relación entre la guerra y las formas de vida política que intentan prolongarla o hacerla cesar.
O bien el pacifismo surge de las conciencias atormentadas que miden el mundo en relación a su propio deseo de hermandad, o bien surge de un conocimiento de esa dialéctica entre paz y guerra. Cada uno de ellos tiene su propia verosimilitud y sus específicos alcances humanísticos. Ante la agresión del presidente Bush contra Irak, se han manifestado con igual fuerza las dos formas de pacifismo. En la tradición argentina, algunos escritos fundamentales nos orientan sobre este problema. En el primer caso, podemos recordar desde el Crimen de la guerra de Alberdi, magnífica pieza inspirada en el jurista Grocio, hasta “Mientras espero la guerra”, artículo reciente del historiador Tulio Halperín Donghi. En el segundo caso, podemos considerar desde Sociología de la guerra y filosofía de la paz, del filósofo Carlos Astrada, gran meditación de 1947 inspirada en losestoicos y en Kant, hasta el artículo “Escudo de la paz”, publicado hace pocos días por León Rozitchner.
Es bueno ser pacifista. Pero necesitamos, exigimos, un pacifismo ni abstracto ni ingenuo. Hay dónde buscarlo en nuestra experiencia argentina pasada o reciente. Un pacifismo que intervenga efectivamente, en calles y anfiteatros, en ciudades y tribunas. Un pacifismo munido del conocimiento y potencialidad de enmienda de las fuerzas más ofuscadas de la historia, señalando tanto su ceguera tecnológica como su puritanismo devastador.

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