EL MUNDO
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¿Civilización o barbarie?
Por Ernesto López *
El magro apoyo de dos gobiernos cuyas sociedades repudian la aventura belicista –Inglaterra y España– no alcanza a enmascarar el unilateralismo de la actuación de Estados Unidos en la guerra de Irak. Su inconsistente accionar diplomático lo ratificó redondamente: jugó dentro de ONU mientras tuvo la expectativa de ganar las votaciones en el Consejo de Seguridad. Cuando advirtió que no lo conseguiría, abandonó irrespetuosamente el foro multilateral –como diciendo “juego con todos solamente si gano”– para librar una tan feroz como condenable guerra, en la antigua tierra de los sumerios, los asirios y los caldeos.
Dicha unilateralidad y la naturaleza soezmente punitoria y de conquista de esta guerra autojustificada como preventiva han afectado severamente los fundamentos de las Naciones Unidas. En primer lugar, ha minado los dispositivos de interrelación y control recíproco instaurados por la ONU desde el fin de la II Guerra Mundial, que posibilitaron el establecimiento de un orden convivencial entre las grandes potencias, no obstante la tremebunda amenaza que significaban la competencia nuclear y el “equilibrio del terror”. En segundo lugar, han ignorado las exhortaciones de su Carta constitutiva al arreglo pacífico de las controversias y al no quebrantamiento de la paz. En tercer lugar, han embestido contra las disposiciones que establecen la ilegitimidad de todo uso unilateral de la ofensiva o de la guerra de agresión, para instituir un régimen de seguridad colectiva, que admite la guerra sólo con carácter retaliativo, para lo cual convoca a un compromiso colectivo: defensa colectiva como respuesta frente a cualquier agresión (Cap. VII de la Carta). En cuarto lugar, colisionan brutalmente contra los principios más generales definidos por la ONU, como los de igualdad soberana de los Estados, derecho a la autodeterminación, derecho a la no injerencia, y reconocimiento de la igualdad de derechos de los pueblos, entre otros (Cap. I de la Carta).
Estos principios y derechos de los Estados y los pueblos, que la Carta de ONU atesora, se han venido abriendo camino trabajosamente, en Occidente, desde el fin de la Guerra de los Treinta Años y la firma de la Paz de Westfalia (1648). Junto a ellos merecen anotarse los derechos del hombre y del ciudadano, resultantes –entre otros factores determinantes— del desarrollo de la doctrina del derecho natural, de la filosofía de la Ilustración y de la obra de los pensadores americanos que forjaron la primera democracia representativa del mundo, cuyos primeros frutos se plasmaron en la Declaración de Independencia de 1776, en la Constitución norteamericana de 1787 y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que siguió a la Revolución Francesa.
Este conjunto de derechos de los hombres, de los ciudadanos, de los pueblos y de los Estados forma parte del patrimonio de Occidente. Y constituye probablemente su mayor aporte a la posibilidad de una convivencia civilizada entre los distintos países, sociedades y culturas del mundo. Me parece una amarga paradoja pero, sobre todo, de una barbarie inaudita que el autoproclamado paladín de Occidente se empeñe en pisotearlos y destrozarlos en una guerra brutal e innecesaria.
No sé yo bien cuáles serán los precios que terminará pagando Estados Unidos por esta desmesura. Atisbo, apenas, que esa barbarie que han echado a andar a contramano de las mejores tradiciones de nuestro espacio civilizatorio, no presagia nada bueno.
* Sociólogo (Universidad de Quilmes).