Mar 25.03.2003

EL MUNDO  › OPINION

El poder detrás del trono

› Por Miguel Bonasso

En 1957 se iniciaron en el ejército argentino los estudios sobre guerra revolucionaria comunista en forma organizada. Para ello se contó con el asesoramiento de dos jefes del ejército francés. Trabajamos basándonos en la doctrina francesa probada en Indochina y en aplicación en ese momento en Argelia. En Argentina recibimos primero la influencia francesa y luego la norteamericana, aplicando cada una por separado y luego juntas, tomando conceptos de ambas. Todo esto hasta que llegó el momento en que asumimos nuestra mayoría de edad y aplicamos nuestra propia doctrina.” La declaración precedente corresponde al general Ramón J. Camps, entonces jefe de la Bonaerense, y fue formulada al diario La Prensa de Buenos Aires, a principios de enero de 1981. Está citada en el libro Monjes, mercenarios y mercaderes, del periodista Roberto Bardini, donde se analiza con profusa información el nexo entre militares argentinos y centroamericanos, unidos con la CIA norteamericana en un proyecto contrainsurgente de carácter continental. El libro de Bardini fue publicado en México, en 1988, cuando George Bush senior llegaba a la presidencia de Estados Unidos, y no estaría mal reeditarlo ahora que George Bush junior ha “globalizado” el terrorismo de Estado, como parte del mismo fenómeno que caracteriza a la “globalización” de carácter económico.
La cita del genocida Camps ratifica lo que algunos no saben, otros no recuerdan y ciertos analistas preferirían olvidar: el papel decisivo y orgánico de la contrainsurgencia norteamericana en la formación, entrenamiento y aliento de los militares argentinos que protagonizaron el golpe de Estado de 1976, como último eslabón estratégico de una cadena que arrancó en el cuartelazo oligárquico de 1955, en el que las bombas que cayeron sobre Buenos Aires fueron generosamente provistas por los aliados de hoy y de siempre: Estados Unidos y Gran Bretaña. Sus esfuerzos fueron largamente recompensados: el gobierno de la llamada “Revolución Libertadora” decidió el ingreso de Argentina al FMI, a lo cual el “dictador depuesto” Juan Perón siempre se había negado. Regresaron los empréstitos y comenzó a engordar la deuda externa.
Hace muchos años, en una confesión difícil de olvidar, el ex presidente radical Arturo Illia le reveló al autor de esta columna el papel estratégico que le cupo en su derrocamiento (en junio de 1966) al banquero David Rockefeller. El otrora presidente del Chase Manhattan fue amigo, condiscípulo en Harvard y socio mayoritario de José Alfredo Martínez de Hoz, un conocido amigo de Carlos Menem al que el golpe de 1976 convirtió en virtual primer ministro. En 1966, para subrayar esta “continuidad de los parques” en nuestra desdichada historia, el capo de la economía era Adalbert Krieger Vasena, otro testaferro de capitales extranjeros como el grupo Deltec, con sede en la poco fiscal Bahamas. No es una casualidad que el primer presidente del golpe que derrocó a Ilia fuera el general Juan Carlos Onganía, de quien todavía recuerdan en West Point su encendido discurso sobre las “fronteras ideológicas”. Representantes de banqueros norteamericanos se daban la mano, como corresponde, con militares afiliados a la doctrina de “seguridad nacional” que el golpe de 1976 llevaría al paroxismo.
Pero la autodenominada “Revolución Argentina” de 1966 no pudo cumplir a fondo su intención de desmontar el Estado de bienestar generado por el peronismo en los años ‘40. Hacía falta un nuevo remezón (más profundo y totalizador) y vino con el golpe de 1976, que entronizó la valorización financiera de la economía durante un cuarto de siglo. (El “Proceso”, por cierto, sería perfeccionado ya en tiempos constitucionales por el gobierno de Carlos Menem, que concluyó la faena militar de entrega del patrimonio nacional con uno de los intelectuales orgánicos de todas las dictaduras militares: el ingeniero Alvaro Alsogaray. Quien no por casualidad fue elembajador argentino en Washington que en 1967 suministró a la CIA las huellas dactilares de Ernesto “Che” Guevara a quien rastreaban en Bolivia.
Menos casual aún es que los tres jefes militares que protagonizaron el golpe del 24 de marzo de 1976 hubieran sido formados en Estados Unidos o hubieran desempeñado funciones como agregados militares en Washington. El más notorio en este sentido fue el entonces almirante Emilio Eduardo Massera, un oficial de inteligencia (ex subjefe del SIN), educado en tácticas contrainsurgentes en la Escuela de las Américas de Panamá. Donde también hizo un curso el teniente coronel retirado Jorge Varando, acusado por el asesinato (el 20 de diciembre del 2001) del joven Gustavo Benedetto. Cuando disparó contra el manifestante, Varando era jefe de seguridad del HSBC, del cual es vicepresidente el ex diplomático de Menem Emilio Cárdenas. (¿Por qué esta otra casualidad que junta siempre a los mismos banqueros con los mismos asesinos?)
No por nada el no siempre liberal The New York Times saludó editorialmente el derrocamiento de María Estela Martínez de Perón.
También es curioso que haya sido una importante agencia norteamericana de relaciones públicas, la Burston Marsteller, la elegida por los dictadores argentinos para defender la imagen “derecha y humana” en el Mundial de 1978. La agencia, que embolsó un millón de dólares por la sucia faena que incluyó coimas a periodistas de varios medios extranjeros, había defendido a conocidos demócratas como Duvalier y Stroessner.
Pero ya en 1977, mucho antes de enviar “expertos” en torturas a Guatemala y El Salvador y de entrenar a los “contras” nicaragüenses por cuenta y orden de la CIA, los dictadores militares Jorge Rafael Videla y el finado general Roberto Viola, habían dado apoyo orgánico a la salvaje dictadura de Anastasio Somoza.
Cuando se habla de la estrecha relación de Estados Unidos con el golpe más sangriento padecido por la sociedad argentina, la mayoría de los observadores prefiere exaltar el papel —sin duda positivo— que tuvo el gobierno de James Earl Carter y su subsecretaria de Derechos Humanos Patricia Derian en relación con los organismos de derechos humanos. Lo cual no exime de responsabilidades al gobierno que lo precedió, presidido por Gerald Ford, con el concurso del autor intelectual del golpe contra Salvador Allende, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger. A lo sumo, los comentaristas argentinos y norteamericanos que se han ocupado del asunto evocan el célebre “permiso” que Kissinger le dio —en una reunión realizada en Santiago de Chile— al canciller de la dictadura almirante César Augusto Guzzetti. La famosa “luz verde” se recuerda, además, acotada en el tiempo. “Háganlo rápido”, habría sido el consejo.
Los datos citados más arriba demuestran que el papel jugado por la contrainsurgencia norteamericana es mucho más orgánico que un simple permiso para una operación quirúrgica. Tampoco es un problema de “halcones” o “palomas”, sino de una comunidad de intereses económicos entre los dueños de Wall Street y sus socios minoritarios, los dueños de la Argentina.
El tema, como se ve, es mucho más añejo y profundo y, a la vez, contemporáneo. Y alguna vez debería investigarse a fondo. Mientras tanto, cuidémonos de los defensores de la democracia, porque en cualquier momento los tenemos haciendo campamento en la Triple Frontera.

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