EL MUNDO
› OPINION
Una de piratas
› Por Susana Viau
Los mandos políticos y militares de Estados Unidos, como los dueños de un circo, prometieron que lo que vendría sería “algo nunca visto”. Ese “algo nunca visto” tenía en esta etapa un nombre: lo bautizaron “shock y estupor”. Un rayo incesante y destructor sobre el cielo de Bagdad, para aterrorizar a la población, desalentar a las tropas enemigas y convencer a la opinión pública mundial de que desaloje de la cabeza y el corazón la esperanza de que las cosas no sean como los estrategas han trazado. “Tetanizar” la resistencia armada, de eso se trata, definen los franceses: el tétanos pone rígidos los músculos, paraliza, convulsiona, los coloca fuera la órbita de la voluntad. Para cuidar el detalle llevaron desde Hollywood a Qatar a un genio de los efectos especiales. Su trabajo, armar el escenario desde el que se dirige a la prensa y al mundo el jefe de las operaciones, el general Tommy Franks (¿por qué esta gente obliga a tratar a sus generales y sus dirigentes por el apodo, como si fueran los amigos de la humanidad?). El atril sobre el que se recuesta Franks en sus ruedas de prensa, ovalado, plateado y negro, parece sacado de “Viaje a las estrellas”. Franks es, en realidad, el capitán Kirk. Durante el precalentamiento, el hijo menor de Saddam ha respondido a la superbomba de 9400 kilos con una amenaza simple: a cada mercenario capturado se le cortará la cabeza. Una manera de morir de aquí te espero; de esas que alborotan la fantasía y en las pesadillas nocturnas reducen a nada los miedos a la superestrella del superarsenal. Son, claro, bravatas, provocaciones de boxeadores en el pesaje. Formas tercermundistas de la disuasión.
Pero el gran espectáculo de luces llamado “shock y estupor”, por fortuna, se convierte hora a hora en un mamarracho; nada de shock por aquí, nada de estupor por allá; la platea americana patea el suelo, silba, quiere ver lo que le han prometido; Bagdad sigue con su rutina diaria; los helicópteros de “la coalición” chocan en el aire; un proyectil Patriot pulveriza un avión de la RAF; caen misiles en Irán y en Turquía y, dicen los franceses, ese primer ataque coaligado, el del inicio de las hostilidades, sorprendió a Franks-Kirk, quien no habría sido avisado, a menos que, por el contrario, se trate de un error; los turcos piden más contraprestaciones que las económicas por abrir su espacio aéreo a los americanos y con 1500 soldados perforan la frontera del Kurdistán. Pierre Servent, un técnico en cuestiones militares, especula que las tormentas de arena, la espera –el que espera, desespera–, la concentración de pertrechos harán aumentar los accidentes. Tras cartón, un sargento americano convertido al Islam (eso sostienen) o enloquece o ejecuta un plan sorpresivo y arroja una granada en una tienda de su propio regimiento y hace una escabechina. Un ex jefe del ejército del aire francés opina en su estilo elegante que “tres accidentes en tres días es un poco mucho”.
Mientras tanto, el Pentágono y el presidente comienzan a desactivar la expectativa: ahora aconsejan que no se tomen tan al pie de la letra lo del shock y el estupor, que esto será largo y difícil. Los medios que les sirven de soporte difunden que la “coalición” ha tomado Umm Qasr y Basora. Sin embargo, luego se sabrá que no ha sido así, que han encontrado una “inesperada” resistencia, que una división de helicópteros debe retirarse, tras una ofensiva frustrada, con los aparatos dañados y sin posibilidades de reparación. Atrapados entre dos fuegos, descubren que en esas ciudades combaten civiles “o militares disfrazados de civiles” y que no lograron, como en 1991, que la Guardia Republicana saliera a pelear a campo abierto, allí donde su instrumental es infalible. Los iraquíes esta vez ensayaron la “defensa Numantina” que algunos preveían. Las tropas atacantes optan entonces por abandonar el objetivo de ocupar esas posiciones. Siguen de largo y continúan el avance hacia Bagdad sin sofocar los “bolsones” de resistencia. Descubren también que la población no los recibe como liberadores sino como invasores. Grave, cuando se miran las imágenes deesas sandalias tiradas en la arena, junto a las trincheras, y se las compara con los 26 kilos de equipo sofisticado de cada soldado de “la coalición”; grave, cuando el lío europeo que han armado es juego de niños al lado del lío en que están envueltos los gobiernos de Medio Oriente, enfrentados a una virtual rebelión de sus pueblos. La zona está en riesgo de desestabilización. Hasta los exiliados iraquíes dudan. Se los muestra en Jordania, en el bar Los Amigos o en la plaza Hachemita, sus puntos de reunión: unos esperan la caída de Saddam para retornar; otros lo hacen ya para combatir en Bagdad. Porque, al fin, Saddam es “su” tirano y no quieren a Irak, sus tesoros y sus riquezas en manos de un tosco general del Pentágono. “Bush, Blair y Sharon. Ese es el eje del mal”, marca uno de ellos sobre una pizarra. Otro, en París, cuenta sus emociones a través del texto que una poetisa iraquí escribió en los años ‘80: “La muerte nos ama tanto que es capaz de atravesar continentes y océanos para poder echarse sobre nosotros”.
La revista Le Point publica una nota sobre los prodigios del arsenal que Estados Unidos aún no ha sacado a relucir. Describe con fruición el dispositivo láser que dispara una haz que quema la retina del adversario. Poderosos, pero torpes. Tan torpes estos halcones que es muy probable que no conozcan siquiera la historia de Rahma bin Yabir, el último pirata del Golfo, una región tan pródiga en narraciones maravillosas como en petróleo. Se cuenta que Bin Yabir fue un auténtico carnicero, un temible depredador de esas aguas por más de veinte años. Su carrera terminó interceptada por un barco imperial. Al verse perdido, antes de capitular prefirió dinamitar su nave. Pero al buque inglés que lo había abordado lo arrastró consigo hasta el fondo del océano.