Mar 01.04.2003

EL MUNDO  › OPINION

Bush contra Bush

› Por James Neilson

Los enemigos de George W. Bush no se limitan a Saddam Hussein, Osama Bin Laden, Jacques Chirac y los millones de manifestantes callejeros que lo comparan con Hitler. Entre los que más han hecho por perjudicarlo está George Bush padre. Cuando terminaba la primera Guerra del Golfo, el progenitor de George W. creyó que le convendría que los kurdos y chiítas se rebelaran contra Saddam. Convencidos de que Estados Unidos no los abandonaría a su suerte, los kurdos y chiítas –que sumados conforman la mayoría abrumadora de la población de Irak– hicieron lo que Bush senior les había pedido, pero éste, luego de escuchar a quienes le decían que acaso sería mejor que el país no se rompiera en varios pedazos, optó por traicionarlos. Sin pensarlo dos veces, Saddam masacró con brutalidad extrema a centenares de miles de iraquíes, de este modo enseñando a los sobrevivientes dos cosas: una, que es un error jugar con él; otra, más importante aún, que nunca jamás deberían confiar en la palabra de un político occidental.
Las consecuencias de aquella traición están a la vista. La pasividad, cuando no la hostilidad, de los chiítas del sur frente a quienes juran querer liberarlos tiene menos que ver con el nacionalismo iraquí, el panarabismo o el antioccidentalismo que con la conciencia de que Estados Unidos no es de fiar. Después de todo, a comienzos de los años noventa los chiítas eran tan nacionalistas, islámicos y xenófobos como lo son hoy en día, lo cual no fue óbice para que aprovecharan la oportunidad para intentar liberarse de un dictador odiado. Sin embargo, a diferencia de los kurdos, que gracias a la protección de Estados Unidos y el Reino Unido consiguieron formar una especie de Estado semiautónomo, hasta ahora los chiítas no se han visto beneficiados en absoluto por la presencia norteamericana sino que han pagado un precio inconcebiblemente alto por haber creído que a la hora de calcular los pros y los contras de cualquier nuevo arreglo para la zona Washington tomaría en cuenta su deseo de seguir vivos. Puesto que les sobran motivos para tomar el nombre Bush por sinónimo de traición, tortura y muerte a manos de Saddam, no debería sorprender a nadie su escaso interés por participar de la guerra contra su archienemigo hasta que no quepa duda alguna de que ni él ni sus agentes volverán. ¿Cuántas vidas norteamericanas –y ni hablar de las iraquíes– habrá costado la perfidia de Bush padre? Saberlo con precisión es imposible, pero serán más que todas las segadas por la Guardia Republicana, por los “mártires” suicidas o por cualquier otra unidad que opera bajo el mando de Saddam Hussein.

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