EL MUNDO
› OPINION
Cómo nace un conflicto a escala universal
› Por Eduardo Aliverti
En el aspecto estrictamente ligado al campo de batalla, la caída de Bagdad en manos de los invasores es cuestión de horas o días. Nadie en su sano juicio puede esperar otra cosa de una guerra donde la capacidad de fuego de un contendiente es de 10.000 a 1 respecto del otro (lo cual no es una figura retórica, sino el cálculo estimado por los especialistas occidentales). De una carnicería del Imperio más formidable de la historia en el territorio de un pueblo/régimen solo, hasta aquí abandonado a su suerte. Hablar tan a secas, de ese resultado tan obvio, no implica olvidar que se encierra en ello una cantidad de gente muerta y despedazada aún más horrorosa que la ya provocada por la bestia norteamericano-británica. Es, nada más, tomar nota técnica de un desenlace irreversible.
Pero viene la otra guerra. Una guerra tan auténtica como ésta que ya termina, y cuyo teatro de operaciones es el odio, antes planetario que árabe, despertado en lo que bien puede presumirse como todos los rincones de este mundo. Tanto que, la verdad, hasta suena a minucia imaginar esos cuerpos-bomba que ya deben estar en entrenamiento de proyección geométrica para lanzarse contra la Casa Blanca, si es necesario. Porque eso será terror contra terror, y por mucho que se trate de una escala universal no dejará de ser un episodio de lo que (posible o seguramente le) espera a los Estados Unidos. En esos pueblos de Europa que conservan vestigios humanísticos divorciados del pragmatismo capitalista y criminal de los yanquis. En esta Latinoamérica que ya los sufrió y sufre demasiado. En cada manifestación callejera en cualquier parte por cualquier cosa. En cada gobierno que ahora lo pensará dos veces antes de seguir a pie juntillas las indicaciones de Washington, porque sabrán de un humor social y de unos electorados que, al menos por un buen tiempo, no aceptarán así como así los dictados de la casa central. En cada formador de opinión pública al que le convendrá tener en cuenta que no seguirá siendo mejor estar de cualquier manera al lado del poderoso. En cada escrache potenciado, bajo la forma que sea, que ya empiezan a sufrir las empresas y los símbolos norteamericanos. En el seguro crecimiento del No al ALCA, como que al fin y al cabo es otra invasión sólo que de diferente tipo. En la pérdida de credibilidad de esas corporaciones periodísticas y de esos organismos y observatorios internacionales de prensa, hasta hoy casi impolutos, y como toda la vida regenteados desde oficinas públicas o privadas de los gobiernos republicanos o demócratas, con máscaras de “opinión independiente” que al caer están haciendo apenas un poco menos de ruido que los misiles que defienden. En cada administración política –de derecha, inclusive– que empezará a contemplar con inédita simpatía la posibilidad de acuerdos regionales apartados de la participación estadounidense, para defenderse en algún terreno de la avanzada imperial.
Será muy fácil olvidarse de esa perspectiva cuando los cómplices que la propaganda denomina “aliados” acaben con Saddam. Y será comprensible. Hasta justificable. Porque a más de la tremenda sensación de impotencia frente a una masacre que tiene como únicos sentidos el petróleo y el rediseño estratégico del dominio norteamericano sobre el mundo, hay el abatimiento de sentir que son invencibles. De que no se puede contra ellos porque ya no tienen enfrente potencia alguna que los contrapese y de que esto les sirvió precisamente para recordarlo. Pero no es así o –concesión a los pesimistas– no es necesariamente así. Y no porque Francia y Alemania, o los rusos y los chinos, sean un tanto más intimidatorios que un régimen como el iraquí. Es que, en definitiva, la lógica y la victoria militares sólo encuentran razón de ser en la debacle de la política (entendida ésta como armonizadora de las diferencias o como condición impuesta al otro desde la fortaleza popular).
Los yanquis y los británicos entran a Bagdad de la mano de un mundo árabe dividido, de la impopularidad internacional de Hussein y de un conjunto de países ricos y pobres que no quiso o no supo ir más allá de la condena diplomática a la barbarie. Ninguno dio el paso de amenazar con laruptura de relaciones o con medidas de restricción directa a las empresas y productos de origen invasor. Primero que la fantástica maquinaria militar está la fragmentación, la tibieza y la insuficiencia –de nuevo, hasta hoy– de quienes se opusieron a la guerra, como explicación no ya del cantado triunfo bélico sino de la decisión de invadir. Es posible que la hubieran tomado de todos modos, pero las condiciones de adversidad habrían sido infinitamente más potentes. No hay poderío militar que alcance cuando política, económica y culturalmente se erige una unidad superior a la fuerza bruta. Bien que bajo otras circunstancias, la derrota yanqui en Vietnam es una prueba irrebatible.
El razonamiento es aplicable, por analogía, tanto a un conflicto que tiene en vilo a buena parte de la humanidad como, por caso, a los avatares de un lejano país del sur sudamericano. Allí, la permanencia de una casta dirigente venal y corrupta, luego de un levantamiento de masas que la arrinconó, puede ser posible gracias a las dificultades y miserias del movimiento popular, que le impiden construir una alternativa.
Y es que, donde quiera que fuere, la razón de la fuerza y de la opresión se cuela por todos los agujeros que dejan los oprimidos y los débiles de espíritu. Ante el caso Irak, habrá que ver si esa lección de la Historia no fue releída por el grueso de quienes asistieron al espanto tejido por los cómplices. Si así fuera, puede esperarles a los norteamericanos un resultado bien distinto en la otra guerra que se avecina.