Mié 09.04.2003

EL MUNDO

La guerra mejor contada y también la más mortífera

Un total de 2000 periodistas están cubriendo esta segunda Guerra del Golfo en Irak, Kuwait, Qatar, Jordania y la región del Kurdistán. Avanzan con las tropas y tienen restricciones, pero aún así pueden informar... a costa de arriesgarse demasiado.

Por Luis Prados y Guillermo Altares *
Desde Madrid

La segunda guerra del Golfo ha convocado al mayor número de periodistas que se recuerda en la historia: 500 empotrados con el cuerpo expedicionario angloamericano y otros 1500 en los diferentes teatros de operaciones. Las nuevas tecnologías –videoteléfonos, móviles, conexiones vía satélite– permiten seguir minuto a minuto las operaciones militares. “¡Alto el fuego!”, gritó el capitán Ronny Johnson a través de la radio. Entonces, al mirar con sus prismáticos al cruce de la carretera 9, bramó al jefe de pelotón: “¡Acabas de matar a una familia por no hacer un disparo de advertencia a tiempo!”
Así fue como, en un día cálido y brumoso en el centro de Irak, la niebla de la guerra descendió sobre la Compañía Bravo. Y así fue como contó William Branigin, reportero de The Washington Post, empotrado en la Tercera División de Infantería de Estados Unidos, una de las peores tragedias ocurridas en lo que va de guerra: la muerte, el pasado martes, de 10 civiles a bordo de un Toyota, cinco de ellos niños, en tierra de nadie a un centenar de kilómetros de Bagdad. Branigin estaba allí y su información contradecía el parte oficial del Pentágono, que hablaba de siete muertos y de que se habían realizado disparos de advertencia. Esta vez el periodista no estaba sólo más cerca de la realidad. Esta vez la verdad no era la primera víctima de la guerra.
Más de 500 periodistas –la mayoría norteamericanos, pero también árabes– viven empotrados en las tropas británicas y de Estados Unidos, filmando, grabando y entrevistando a los soldados en su avance hacia la capital iraquí, y otros 1500 de todas las nacionalidades están sobre el terreno –en Irak, en Kurdistán, en Kuwait, en Qatar, en Jordania– para cubrir la primera guerra en directo de la historia. Videoteléfonos, móviles, conexiones vía satélite, cámaras digitales, correos electrónicos, diarios personales de reporteros y soldados en Internet, miles de webs independientes, una docena de canales de televisión informando 24 horas sobre 24.
Nunca tantos habían contado tanto. En la primera guerra del Golfo, los 159 periodistas privilegiados que tenían acceso al campo de batalla dependían de un sistema de camiones bastante poco fiables para poder enviar sus crónicas. Además, los grandes y pesados teléfonos móviles de la época estaban prohibidos y toda la información estaba bajo el control del Pentágono. Aún se recuerda al general norteamericano Norman Schwartzkopf, jefe militar de la Operación Tormenta del Desierto, asegurando en 1991 que la precisión de los misiles Patriot era del 100 por ciento cuando dos años después las propias Fuerzas Armadas de Estados Unidos reconocieron que “a tenor de las fotografías, no se puede concluir que hubieran abatido un solo Scud iraquí”.
Las pantallas en verde que dominaban los televisores entonces también ocultaron las verdaderas maniobras del Ejército norteamericano y lo cerca que estuvo su vanguardia de tomar Bagdad. El mundo se enteró el día que Schwartzkopf anunció el alto el fuego y la rendición de Saddam Hussein en conferencia de prensa. La falta de acceso para los periodistas no era una novedad. Diferencias técnicas aparte, en la guerra de Vietnam hubo 400 reporteros acreditados, pero sólo 30 o 40 acompañaban cada día a las unidades de combate; en Corea no fueron más de 70 los que viajaban con las tropas norteamericanas; en Normandía, el 5 de junio de 1944, sólo 27 informadores desembarcaron el día D.
El Pentágono decidió cambiar las reglas en este conflicto. La guerra no iba a ser invisible. La opacidad de la campaña de Afganistán, de la que se jactó el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, cuando dijo aquello de que en la guerra contra el terrorismo “algunos pasos serían visibles y enotros casos no lo serían”, no se iba a repetir. Tampoco habría excursiones al frente desde la retaguardia como en Vietnam.
En esta ocasión, medio millar de periodistas serían asignados a distintas unidades de combate. Pero, eso sí, con el compromiso escrito de cumplir 19 normas de los militares. Entre ellas, no informar sobre las operaciones en curso o futuras o sobre los lugares concretos donde se producen los hechos hasta que sea autorizado expresamente; no hablar de la efectividad del enemigo ni de las bajas propias hasta que concluyan las operaciones de rescate o se informe a los familiares; el éxito o fracaso de una operación será descrito en “términos genéricos” y el jefe de la unidad podrá vetar o embargar las informaciones. Por supuesto, nada de retransmisiones en directo. No todos los periodistas aceptaron el trato. Los más críticos consideraron que esta estrategia informativa les iba a convertir en los testigos ideales para rebatir la propaganda iraquí o que el hecho de compartir las mismas experiencias de los soldados conduciría a vivir una especie de síndrome de Estocolmo con las tropas.
Menos de tres semanas después de comenzada la guerra, los resultados de esta nueva cobertura son cuando menos contradictorios. Existe colaboración con los mandos militares –las televisiones norteamericanas no emiten las imágenes más duras de las víctimas propias y ajenas, e incluso el Ejército ha llegado a recibir una cinta sobre el accidente de un helicóptero de un corresponsal–, pero los reporteros están viendo más y más de cerca que nunca antes.
Pero, ¿ver más es comprender mejor? El aluvión de despachos de agencias (Reuters, France Presse, EFE, Associated Press, etcétera), escenas de guerra y avances informativos en las televisiones de 24 horas de noticias como la BBC, CNN, Fox o Al-Jazeera y la constante actualización de las ediciones digitales de los principales diarios sobre los acontecimientos en el campo de batalla está teniendo un efecto paradójico: a más información, mayor confusión. En tiempo real se conocen al detalle el número de explosiones oídas en Bagdad, la densidad de las tormentas de arena que azotan la región, la desesperación y el dolor de los familiares de los muertos iraquíes, las escaramuzas que parecen grandes batallas y los “feroces combates” en lugares aparentemente decisivos. Sin embargo, los detalles, faltos de contexto y muchas veces sin confirmación, no hacen el cuadro, no logran transmitir una perspectiva global sobre el curso de la guerra. Como dijo recientemente Rumsfeld, “lo que estamos viendo no es la guerra de Irak. Lo que vemos son trozos de la guerra, el punto de vista particular de un reportero o de un comentarista o lo que una cámara de televisión es capaz de ver en un momento. Y eso no es lo que está ocurriendo”.
Este tratamiento de la información está creando también una opinión pública ciclotímica que, sea cual sea su bando en el conflicto, pasa del optimismo al pesimismo de un día para otro. Al éxito del avance de las tropas angloamericanas en los primeros días de la invasión de Irak sucedió en la misma semana el debate sobre el fracaso de los planes militares de Estados Unidos cuando encontraron resistencia. El instituto demoscópico Pew Research Center midió esos días la confianza sobre el curso de la guerra entre los estadounidenses. Los resultados señalaban que el día que comenzó, el pasado jueves 20 de marzo, el 50 por ciento de los encuestados dijo que “estaba yendo muy bien”, porcentaje que subió al 71 por ciento al día siguiente, con los primeros bombardeos sobre Bagdad. Sin embargo, tras un fin de semana de malas noticias para la coalición, la confianza cayó al 38 por ciento.
El vaivén emocional que generan las noticias sobre la guerra tiene repercusión inmediata sobre las finanzas y las bolsas. Ya se sabe que nada hay más cobarde que un millón de dólares. Un responsable del área de mercados de uno de los principales bancos españoles señala que “losmercados están siendo cautivos de cada minucia que llega del frente”. “Se presta excesiva atención a los breaking news, y cada detalle de la guerra tiene un impacto en los precios. Hay además una asimetría total porque se tiende a valorar más las malas noticias, aunque sea un helicóptero que se estrella. Ha habido días en los que si estuviésemos en la Segunda Guerra Mundial ya se habría anunciado el fracaso de Normandía”.
La importancia de lo que ocurre en el campo de batalla, seguido hora a hora, es habitualmente magnificado, con la ayuda de un sinfín de comentaristas y estrategas de salón. Como ha dicho el teniente general retirado Thomas G. McInerney, citado por The Wall Street Journal, “si te capturan un convoy de suministros durante la batalla de las Ardenas no se hubiera enterado nadie. Y si hubiera habido la cobertura inmediata que hay ahora sobre ese primer ataque fracasado sobre las fuerzas nazis, el pueblo norteamericano podría haber pensado que habíamos perdido”.
La competencia de los medios y esa misma inmediatez ha provocado también numerosas informaciones falsas o de escasa relevancia a la luz de hechos posteriores. Varias veces se informó, por ejemplo, de que la ciudad portuaria de Um Qasr, al sur de Irak, había caído bajo control de las fuerzas angloamericanas tres días antes de que efectivamente lo fuera; como tampoco pudo nunca confirmarse la rendición en masa de una división iraquí en el frente de Basora como llegaron a anunciar portavoces oficiales de Gran Bretaña, o el supuesto levantamiento de la población de esta ciudad contra los paramilitares leales a Saddam.
La guerra es también una batalla por las audiencias. Televisiones, radios y diarios han puesto tanta gente sobre el terreno que, como dice Mark Borkowski, de The Guardian, “puede haber más periodistas en la región del Golfo que tropas hubo en Afganistán”. Las cadenas norteamericanas están gastándose millones de dólares —alrededor del 10 por ciento de sus presupuestos anuales— en lograr la mejor cobertura. La CNN, por ejemplo, tiene a 250 personas desplazadas en la zona del conflicto y gasta un millón de dólares diarios, según The Economist. Fox News, propiedad del magnate de origen australiano Rupert Murdoch, cuenta con 100 periodistas y un presupuesto multimillonario. La radiotelevisión británica BBC dispone de más de 200 reporteros y ha dedicado unos 15 millones de dólares a informar del curso de la guerra.
A estos costos hay que sumar la retirada de algunas campañas de publicidad y el hecho de que grandes anunciantes hayan exigido que sus productos sean ofertados lejos de los especiales informativos sobre la guerra. Sky News, la cadena británica de 24 horas de noticias en la que también está Murdoch, estuvo sin emitir publicidad durante 14 días desde que estalló el conflicto. Fox hizo lo mismo en las primeras 60 horas, y se calcula que sólo los canales de Estados Unidos pueden estar dejando de ingresar por esta razón más de tres millones de dólares diarios.
Pero, de momento, lo que prima es la lucha por “los corazones y mentes” de los espectadores. Sky News rebasa diariamente los 6,2 millones de espectadores, cuatro veces más que antes de que se desencadenasen las hostilidades. Fox News supera a la CNN con más de cuatro millones frente a 3,74 millones. Esta batalla ha convertido la guerra en una especie de reality-show interminable, con miles de personas en todo el mundo enganchadas en un zapping compulsivo. Como dice un escritor madrileño que pide el anonimato, “sé que es obsceno, pero sigo la guerra como si fuesen los mundiales o Wimbledon”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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