EL MUNDO
› EN DETALLE
¿Hay que amargarse por la fiesta?
› Por Martín Granovsky
Festejos. ¿Cuántos iraquíes festejaron realmente la llegada de los tanques? ¿Muchos o pocos? ¿Y qué significa muchos o pocos? Thomas Friedman, el columnista de política exterior de The New York Times, cita a un oficial prudente: “Me alcanza con decir que no veo resistencia a nuestras tropas”. Las imágenes son espectaculares. Esa estatua gigantesca de Saddam Hussein que nadie puede voltear. La gente sacando de los palacios una llanta, un sillón de ratán, un jarrón con flores amarillas y todo. Es tan difícil tener información en serio como fácil decir algo rápido. La tentación de Donald Rumsfeld es obvia: podría decir que las manifestaciones son la prueba de que la coalición anglonorteamericana debía meterse en Bagdad y derrocar a Saddam Hussein. La tentación contraria también: podría negar la realidad de las manifestaciones, decir que fueron armadas, pagadas, inventadas. Ni vale la pena discutir el primer argumento. Es típico de la propaganda de guerra y nadie puede esperar otra cosa de una hiperpotencia que venció en solo 20 días. En cambio, conviene analizar el segundo. Aunque se ignore la cifra de manifestantes, y no hayan sido una ola que las calles de Bagdad, porque no se vieron masas en una ciudad de cinco millones de habitantes, es evidente que quienes sufrieron la persecución de Hussein, o los familiares de las víctimas de la represión, ayer debían estar aliviados por la implosión del régimen tras la invasión extranjera. También los que se esperanzan con el fin de años de bloqueo y miseria. No hay por qué minimizarlo. Pero tampoco atribuirle un sentido histórico definitivo que, al menos hoy, nadie sabe si tiene. ¿Qué pasará con los iraquíes cuando sufran el costo de la reconstrucción? ¿Qué sucederá cuando no puedan disfrutar ellos mismos una democracia propia? ¿Qué impacto tendrá sobre el pueblo un país convertido en portaaviones? ¿Qué harán los familiares de las víctimas civiles de la guerra? ¿Qué relación tendrán los kurdos con los demás, y los sunnitas con los chiitas? ¿Qué reacción habrá cuando se concesione el petróleo a manos privadas? Los pacifistas de todo el mundo podrían sentirse apichonados. Pero se equivocarían. Ninguna euforia iraquí –ni siquiera la humanamente más comprensible– desmiente que con esta guerra comenzó un período de hegemonía imperial desconocido en la historia. Y que las dictaduras no se derrocan a bombazos desde afuera.
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Banderas. El marine que trepó con la bandera a cuestas y la puso en la cabeza del (ex) dictador, ¿lo hizo por un reflejo casi futbolístico o siguió una orden imperial? El mismo marine la quitó. ¿Fue una orden o un globo de ensayo? A principios de la guerra un soldado inglés plantó su bandera en Basora. El oficial a cargo se la hizo sacar de inmediato, y Tony Blair contó el episodio a los norteamericanos para que no repitieran el blooper: los ingleses saben cuál es la diferencia entre una ocupación colonial y otra neocolonial. La de Irak pertenece a la primera categoría, pero el viejo imperio se preocupa por enseñarle al nuevo cómo disimularla. Robert Fisk, el brillante columnista del diario The Independent, recordó cuántas veces un ejército no musulmán entró en una capital árabe. En 1917 el general Stanley Maude invadió Irak y ocupó Bagdad. En 1941 volvió a hacerlo, en rechazo a la decisión del primer ministro Rashid Alí de apoyar a la Alemania nazi. Los israelíes entraron en Beirut en 1982. Pero solo una vez, para Fisk, un ejército occidental llegó a una ciudad árabe esgrimiendo una cruzada moral como Bush ahora: con Edmund Allenby en Jerusalén, 1918. Claro que Allenby, un veterano de Sudáfrica a quien se considera el precursor de la doctrina de guerra relámpago nazi, marchó a pie, para no deshonrar a Jesucristo.
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Muertos. El www.iraqbodycount.org informó anoche cuántos civiles murieron desde el comienzo de la guerra. Fueron entre 996 y 1174.