EL MUNDO
› OPINION
¿Quién sigue? ¿Siria, Irán, Corea del Norte?
› Por Claudio Uriarte
A partir de ayer, Arabia Saudita, Irán y Siria tienen fronteras con un nuevo país: los Estados Unidos de América. De eso podría conjeturarse un cambio de sus comportamientos. O, por lo menos, un comportamiento más cuidadoso. O tal vez, una confrontación.
La victoria de las armas angloestadounidenses ha sido terminante. Y rápida. Las tormentas de arena y las zancadillas de los irregulares iraquíes en el sur no detuvieron sino por pocos días un avance vertiginoso de tanques y blindados a Bagdad. Y la resistencia popular no se materializó. Decapitado el régimen, los focos de resistencia que quedan en ciudades del norte como Tikrit, Mosul y Kirkuk tienen tanta expectativa de supervivencia como los lotes surtidos de miembros amputados que yacen en bolsas de celofán en las cámaras refrigeradoras de las morgues de campaña. El fin de la caída está próximo y ya asoman las características de la nueva etapa.
Estados Unidos tiene por delante una larga tarea: la reconstrucción de Irak. O, mejor dicho, su construcción. Ya que Irak no es un Estado-Nación, sino un arbitrario dibujo poscolonial británico de tres provincias del antiguo Imperio Otomano, repleto de etnias, confesiones y clanes que se detestan entre sí. En ese sentido, su génesis no se aparta de la célebre boutade de Winston Churchill: “Jordania es una idea que se me ocurrió en primavera, a eso de las cuatro y media de la tarde”.
Por eso, entre otras razones, no hubo un Stalingrado iraquí. El Partido Baaz de Saddam Hussein fue la paradójica horma de despotismo laico y modernizador que mantuvo a este conventillo resentido y violento bajo la forma exterior de una nación, pero ni la mayoría chiíta excluida del poder –en cuyo radio entran las caídas Bagdad y Basora, y que en gran parte es proiraní–, ni los kurdos bombardeados por Saddam en los 90 con armas químicas y bacteriológicas en el norte podían coalescer con la minoría sunnita gobernante en un espíritu –y mucho menos en una práctica armada– de resistencia nacional. También por eso, las ciudades que aún resisten son las plazas fuertes petroleras del norte donde los kurdos fueron limpiados étnicamente por Saddam hace años para instalar en su lugar a sus privilegiados sunnitas.
De esto se deduce que la permanencia a pleno de Estados Unidos en Mesopotamia va a ser larga; algunos hablan de un mínimo de un año y medio. Y después será necesario el estacionamiento permanente de fuertes guarniciones militares, para sostener un protectorado cristiano en un país que está en el centro del mundo musulmán y que tiene las dimensiones de Francia. Los críticos de Donald Rumsfeld se equivocaron al interpretar su última orden de movilización, hace casi dos semanas, de unas 120.000 tropas adicionales al Golfo, como signo de que la campaña estaba estancada, y de que llevarla adelante requeriría más fuerzas. En realidad, esas 120.000 tropas –que tardan entre un mes y un mes y medio para llegar a escena, y cuya espera para que las demás entraran en combate hubiera podrido a estas últimas bajo las mareas crecientes del calor, la desmoralización y la arena– no eran para la guerra, y sí son para la posguerra.
Es que, en el plan de Rumsfeld, las asignaciones logísticas y el plan político se corresponden al milímetro. Washington ha acortado vertiginosamente las distancias logísticas con sus enemigos, reales o supuestos. En otras palabras, represalias terrestres estadounidenses contra hostilidades sirias o iraníes que antes hubieran tomado meses –o se hubieran resuelto, con tanto simbolismo como esterilidad, mediante clintonescos disparos aeronavales de misiles Tomahawk– ahora no tienen mayor costo militar, temporal ni económico que mandar a sus tanques, aviones y soldados a posiciones que se encuentran a sólo decenas de kilómetros a distancia. Y tanto los tanques, los soldados y los aviones ya se encuentran allí. Eso explica la racionalidad de costo-efecto de la operación: si este Armaggedon económico-militar era para controlar el petróleo de Irak y aniquilar sus armas de destrucción masiva, no valía la pena; si era para controlar desde el centro la usina petrolera del desafío islámico, iniciando de paso el trazado de un arco de dominio geopolítico abarcativo del Mar Negro, el Mar Caspio y el Asia Central, decididamente sí.
La denuncia del año pasado por George W. Bush de Irak, Irán y Corea del Norte como parte de un “Eje Del Mal”, y el hecho de que el primero de ellos sucumbiera ayer bajo las armas angloamericanas, no deben inducir a un pronóstico lineal y de historieta, donde una especie de Terminator pentagonizado, cumplida su faena en Irak, empaca sus armas y se dirige a masacrar a su próxima víctima. Que los tanques, los aviones y los soldados estén en Irak es importante, pero no implica que vayan a ser utilizados del mismo modo que en Irak. Más bien, cumplirán un papel de desestabilización estratégica, de garantía política y de disuasión militar. Pero también, y sobre todo, de ariete de desestabilización política.
Irán, por ejemplo, es el principal acusado de patrocinador mundial de terrorismo. Pero al mismo tiempo es una sociedad inherentemente inestable, donde a pesar de que existe una democracia parlamentaria y multipartidaria auténtica, el clero conservador tiene todos los poderes que importan: las fuerzas armadas, policiales y parapoliciales, y el Poder Judicial. En los últimos años, la esquizofrenia de esta dualidad de poder se ha traducido en un gobierno tibiamente reformista, apoyado por una población donde más de la mitad tiene menos de 30 años. La presencia norteamericana en Irak está destinada a estimular el peso de los reformistas.
Siria, una sociedad infinitamente más cerrada que la iraní, y con fuerzas armadas más débiles, guarda analogías. Está acusada de sosteneer al terrorismo desde la creación del Estado de Israel pero, en los últimos años, sus principales focos de acción han sido su respaldo a Hezbolá (en el protectorado que una división siria de 40.000 hombres mantiene en Líbano) y el contrabando de armas prohibidas y heroína entre los distintos regímenes y grupos dudosos de la zona. El régimen, una de esas dictaduras laicas de sucesión dinástica que es la forma de renovación de mandos en el mundo árabe, también es inherentemente débil: se basa en la minoría alawita (alrededor del 10 por ciento de la población) y en Bashar Al Assad, un oftalmólogo educado en Londres sin otro mérito que el de ser el hijo de su padre. Arabia Saudita, por último, no presenta fuerzas armadas ni desafíos militares importantes, pero parte del dinero de su petróleo alimentó las redes terroristas internacionales de Al-Qaida, cuyo jefe, Osama bin Laden, es él mismo un saudita.
La guerra, en este sentido, no es por el petróleo, pero el petróleo aparece en casi cada uno de sus puntos. Y la privatización del petróleo de Irak, una de las primeras tareas de la administración de posguerra, sin duda favorecerá en primer término a las compañías estadounidenses, británicas y españolas, pero cumplirá un rol estratégicamente más importante: iniciar la ruptura del cartel petrolero de la OPEP. Porque el cartel requiere el establecimiento de cupos de producción más o menos fijos, y la libre competencia entre las nuevas petroleras privatizadas será el comienzo de la destrucción de un monopolio donde el activismo antioccidental y antiisraelí nunca andan demasiado lejos.
Así se llega al componente más enigmático del “eje del mal”: Corea del Norte. Pero Corea del Norte, en el fondo, no es más que un fantasma de China. Y China es la verdadera potencia que permite unir la totalidad de la línea de puntos. China provee a Corea del Norte los elementos con que está construyendo sus armas nucleares; China fue la que entregó a Irak fibra óptica y combustible de propulsión misilístico prohibido –mediante un tortuoso proceso de cuadrangulación comercial vía Francia y Siria–; China fue la autora del programa por el que Pakistán logró construir suarsenal nuclear, y China, not least, es el enemigo estratégico que los halcones del Pentágono imaginan para los próximos 25 años.
El desenlace norteamericano de esta crisis tampoco será estrictamente militar, pero su complejidad y multiplicidad merecen otro análisis.