Vie 03.02.2012

EL MUNDO  › MARIO NEGROMONTE, MINISTRO DE CIUDADES, ECHADO POR DILMA POR CORRUPCIóN

Llegó la primera decapitación del año

Dilma Rousseff marca una media asombrosa de ministros expurgados por corrupción. Desde junio del año pasado, van siete. Uno cada 26 días. El reemplazante tiene ruido y no es, ni de lejos, el nombre pretendido por Dilma.

› Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

“Usted y yo hablaremos el jueves, cuando yo vuelva de mi viaje”, le dijo Dilma Rousseff a su ministro de Ciudades, Mario Negromonte, poco antes de embarcar rumbo a Cuba y Haití, el pasado lunes. La frase sonó a sentencia final y todos lo sabían. Luego de seis meses tambaleando en un cargo en que nadie lo quería, Negromonte despertó ayer, el jueves fatídico, y empezó a esperar. Había sido citado para las once de la mañana. Fue recibido poco antes de las cuatro de la tarde. El encuentro duró menos de quince minutos.

Precavido, Negromonte había anticipado a la prensa una carta de renuncia, en la que juraba lealtad a la presidenta y se decía víctima de un complot. El ritual de decapitación incluye ese numerito: antes de perder el cuello, el decapitado hace como si pudiese decidir su futuro.

El sucesor de Negromonte se llama Aguinaldo Ribeiro, tiene 42 años y pertenece a su mismo PP (Partido Progresista). Es diputado federal en primer mandato. Pese a ser el vocero de su partido en la Cámara de Diputados, trae, en su currículum, poca experiencia parlamentaria: su iniciativa más conocida es un proyecto de ley que hace obligatorio que todos los varones adultos pasen por el examen de próstata una vez al año. Trae, además, dos causas judiciales en la Corte Suprema del país, prerrogativa de los parlamentarios. Una, por emisión de cheque sin fondos. Otra, por irregularidades en los tiempos en que ha sido secretario de Agricultura en su provincia, la Paraíba.

No era, ni de lejos, el nombre pretendido por Dilma. Ha sido el único aprobado por sus correligionarios del Partido Progresista, un partido que prima por el conservadurismo, en otra de las contradicciones de la política brasileña.

Con la primera decapitación del año, Dilma Rousseff marca una media asombrosa de ministros expurgados por corrupción. Desde junio del año pasado, van siete. Uno cada 26 días.

Negromonte ha sido abandonado por los suyos, que lo acusaron de haber distribuido dinero entre algunos parlamentarios del PP a cambio de respaldo político (contrariando a los caciques partidarios) para permanecer en el puesto. Ha sido abandonado por los demás ministros cuando se comprobó que parte sustancial del gordo presupuesto de su ministerio era desviada. Y sólo no ha sido abandonado por la presidenta, porque en realidad Dilma Rousseff jamás le tuvo aprecio alguno y encima de todo lo consideraba un mal gestor. Lo que sorprende es que, de todos los decapitados por corrupción, haya sido el que más resistió: casi seis meses en línea de fuego.

En cuanto a seguir respetando la norma de tratar cada ministerio como si fuese el feudo de determinado partido, ni modo. Si dependiese de su voluntad y de su decisión, Dilma dispensaría los servicios del PP, principalmente en una cartera poderosa como la de Ciudades (en 2012, el presupuesto del ministerio es de 22 mil millones de reales, algo así como 55 mil millones de pesos argentinos). Podría quizá ofrecer como compensación cualquiera de las demás 37 carteras que componen su multitudinario gabinete. Pero sería abrir campo para una disputa sangrienta entre su propio partido, el PT, y su más poderoso aliado, el PMDB. La salida ha sido preservar un feudo cuyo peso no corresponde al de un partido con 39 escaños en Diputados.

Más desconcertante es constatar que, en las filas del PP, el elegido por ella sería Marcio Fortes, quien ocupó la misma cartera con su antecesor, Lula da Silva. El PP se opuso, con un argumento que quizá sirva de motivo de orgullo para Fortes: cuando era ministro, no favoreció a la bancada parlamentaria de su partido.

A esta altura, lo que debería estar ocurriendo –al menos acorde con los vaticinios de hace algunos meses– sería una reforma radical en el gobierno de Dilma Rousseff. Parte sustancial de las 38 carteras heredadas del antecesor sería eliminada, ministerios serían fundidos para evitar superposición de funciones y presupuestos, nuevos nombramientos privilegiarían a técnicos o a políticos de comprobada capacidad administrativa, y Dilma finalmente podría mostrar un gobierno construido a su imagen y semejanza. De manera contundente, ella ha sido desaconsejada a llevar adelante esa idea. La convencieron los de su partido, los aliados, y el mismo Lula da Silva. Queda claro, una vez más, que en el escenario político las cosas son como son y no como deberían ser. Una cosa es lo que se quiere, y otra lo que se logra.

Dilma Rousseff tiene todas las condiciones para hacer un gobierno íntegro y eficaz, que mantenga la marcha de cambios profundos, concretos y acelerados inaugurada por su antecesor.

La presidenta admite que en su primer año los resultados quedaron muy por debajo de lo esperado. En 2012, quiere recuperar el tiempo perdido.

De haber sido así desde el principio, quizá Negromonte hubiese caído fulminado mucho antes. O quizá ni siquiera hubiese estrenado su traje de ministro.

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