EL MUNDO
› PAGINA/12 REGISTRÓ LA DESCOMPOSICIÓN IRAQUI CAMINO A BAGDAD
“¿Hacía falta tanto sufrimiento?”
La frontera fue abandonada, pero muestra la megalomanía: no hay bandera ni escudo, sólo un mural de Saddam. Imágenes de una vida que fue del culto a la personalidad al dolor de la guerra.
› Por Eduardo Febbro
El lugar no tiene nombre. Una extensión invisible salpicada de perros que ladran en el desierto y un puñado de casas bombardeas, como si una mano de cirujano hubiese cortado la piel sólo allí donde hacía falta. “Bienvenido a Irak”, dice el hombre, sonriente y solícito. Luego toma la manguera de la nafta, activa un mecanismo ancestral y dice: “Es la nafta de Saddam. Aproveche, es gratis”. Una vez que se atraviesa el puesto fronterizo de Karamá, en Jordania, la primera estación de servicio iraquí está situada a medio kilómetro. En el lado iraquí los guardias desaparecieron hace un día. La frontera está abandonada, las oficinas saqueadas, los vidrios rotos, los muebles deshechos por una furia que más que por el odio parece movida por un instinto de apoderarse de todo aquello que antes era del régimen.
Desde el oeste, la primera imagen de Irak es el desierto; la segunda, un inmenso retrato de Saddam Hussein pintado con colores chillones en el centro de lo que antes era el edificio de la aduana iraquí. La tercera imagen es la del miedo. La llanura interminable, el silencio que emerge de las casas destruidas por las bombas, los pueblos medio abandonados, las miradas desconfiadas de los pocos iraquíes que se animan a andar por las calles dejan una sensación de apocalipsis palpable. Los periodistas miran azorados, buscando un signo de vida. Sólo la sonrisa del hombre de la estación de servicio y los impactos de las bombas ofrecen vagos signos de vida. Saddam Hussein aterrorizó a su pueblo y aún ahora el terror se siente en las miradas. “No podemos creer que todo esto sea cierto”, dice un hombre que pasa por la ruta acompañado por dos perros hambrientos. Después agrega: “Cuando me levanto todavía tengo miedo de haber soñado en voz alta y que los agentes de Saddam me vengan a matar”.
A un costado del perro un fajo de billetes revolotea con el viento. Los cuatro billetes de 250 dinares iraquíes llevan estampillado el retrato del presidente. “Son los de antes, en colores”, advierte el hombre mientras saca los nuevos billetes del bolsillo. Son más pequeños, pero llevan igualmente la imagen del ex presidente. El régimen está esparcido en mil pedazos. Billetes, afiches destruidos de Saddam Hussein, fotos, objetos representativos, todo lo que antes estaba estructurado ahora está desgarrado, roto con violencia. Detrás de la estación de servicio los restos de lo que fue una de las casas de uno de los primeros 30 dirigentes del partido Baaz dicen más que mil palabras. Una hilera ininterrumpida de vecinos entra y sale de la casa llevando a cuestas todo lo que puede: sillas, sillones, colchones, lámparas, papeles, utensilios de cocina, afiches, teléfonos, almohadones, estufas, escritorios. Parecen hormigas transportando un tesoro.
En el interior el espectáculo es inimaginable. A la entrada, un inmenso cartel luminoso exhibe el rostro cínico y sonriente de Saddam Hussein. No hay una sola pieza de la casa donde no haya colgados una foto, un cuadro o un afiche de Saddam. La pasión o el culto a la personalidad son vertiginosos. A la entrada del país los responsables iraquíes no pusieron la bandera o los signos patrios sino la imagen engrandecida del presidente. La casa del ex dignatario del partido Baaz es un recorrido a través de las múltiples variantes de la megalomanía. Saddam Hussein aparece retratado en todas las poses. En un escritorio situado a la izquierda, su foto está rodeada por un círculo de flores. Santo Saddam. “Nuestra vida era así”, reconoce uno de los hombres que vino a buscar qué podía llevarse de la casa. “Existíamos entre el miedo al régimen, el terror que el régimen nos inspiraba, la pesadilla que representaba el régimen y las condenas que nos imponía.” El hombre cuenta que la gente tardó dos días en reaccionar, en darse cuenta de que “ya nada sería como antes. Al principio nadie se animaba a hablar, ni siquiera a salir a la calle. Seguíamos gritando Saddam, Saddam, únicamente porque teníamos miedo”. Las demás personas que vacían la casa se sienten en confianza con las declaraciones del hombre y se ponen a hablar. Un hombre de 35 años cuenta que “la gente del partido nos obligó a fabricar trincheras y a apostarnos con armas en las esquinas. Cada vez que pasaban autos de periodistas disparábamos al aire para que se detuvieran. Eso mostraba la imagen de un país combativo y no la realidad de lo que éramos: gente que respiraba el miedo”.
El miedo y el silencio. A lo largo de la ruta hacia Bagdad el paisaje no varía. Una sucesión de barrios desfigurados por las bombas, vehículos calcinados al borde de la ruta, tanques reventados, pozos inmensos dejados por los misiles y en el rostro de la gente la misma mueca dolorosa: “No sé si somos libres, por ahora el dolor nos paraliza el alma”, dice una mujer llevándose la mano al corazón. “¿Hacia falta tanto sufrimiento, tantos mutilados?”, pregunta un médico. Entre todos, es el que tiene menos miedo. En una de las paredes del living de su casa un cuadrado blanco prueba que allí, alguna vez, hubo un retrato. “No crea que lo saqué cuando empezaron los bombardeos. Siempre actué igual. Cuando estaba solo en mi casa lo sacaba y cuando venía gente a verme colgaba el cuadro. Para mí, lo único que cambió es que ya lo puedo tirar a la basura.” La ruta hacia Bagdad es larga. Quedan muchos obstáculos por el camino. Los retenes controlados por los norteamericanos impiden que los periodistas viajen de noche. Hay demasiados saqueos y los enfrentamientos, aunque esporádicos, son reales. “Lo peor de todo es que en cuanto el poder de Saddam cayó, el país del miedo rompió sus amarras”, dice el médico. Los iraquíes tratan de recuperar todo lo que está a su alcance. El médico cuenta que la noche pasada la turba vino a saquear el hospital.