Vie 11.04.2003

EL MUNDO

Saqueadores en la cueva de Alí Babá

Los palacios de Saddam y sus hijos fueron saqueados por miles de personas que se llevaron cientos de automóviles de lujo.

Por Francisco Peregil *
Desde Bagdad

No se ve todos los días un Rolls Royce rosa en los bordes de una carretera. Ni siquiera en el “día después”, en que familias enteras se han lanzado a la calle para desvalijar organismos oficiales, palacios, algunas tiendas y hasta hospitales. Ni siquiera en un día en que podía verse gente robando freezers, heladeras, aspas de ventiladores, impresoras, ruedas de camiones, sillones giratorios, motocicletas de gran cilindrada, colchones, percheros, alfombras, bombillas, quinqués, cunas, refrescos, pelotas de fútbol, alpargatas. Ni siquiera en un día en que se veía niños con maletines de negocios y la gente cargaba las cosas en sus propias espaldas, en coches, furgonetas, tractores, autobuses, carromatos arrastrados por burros. Ni siquiera en un día en que los niños pobres iban con los coches a pedales de los niños ricos en plena autopista. Ni siquiera ayer era normal ver un Rolls Royce rosa dulcemente echado sobre el borde de una carretera estrecha. El coche parecía decir “llévame contigo” y los muchachos que pasaban por su vera parecían contestar “sólo me llevaré una rueda o una puerta”. Convenía hacer un alto en el camino para contemplar aquello. Pero el conductor, Abbas Salman Al-Jafayi, un ingeniero de telecomunicaciones, casado con tres mujeres y padre de once hijos, antes de hacerle una foto al Rolls, aconsejaba: “No se pare, por favor, espere un minuto que esto no es nada. Estamos llegando a la casa de campo de Uday Husein, el hijo mayor de Saddam. Aquí es donde tiene su colección de coches, ahora la verá. Eso que acaba de ver no es nada”.
Efectivamente, el Rolls Royce rosa no era más que un Rolls Royce. Dentro había decenas de ellos. Y muchos Porches y Ferraris y Mercedes y otros coches que parecían sacados de películas de James Bond. Y los jóvenes se los llevaban. Y si no podían llevárselos, porque ya los habían dejado sin motor, se llevaban la puerta o los sillones, o el motor y dejaban el coche allí. Y sonreían y decían “Saddam, no; Saddam, no”. Había once garajes inmensos, todos ellos con coches de lujo.
“Pero esto que ve usted ya no es nada comparado con lo que había ayer”, comentaba el ingeniero de telecomunicaciones. “Yo calculo que anoche, cuando empezamos a llevárnolos, habría aquí unos 1200 o 1300 vehículos. Y todos de lujo. Quedan sólo unos 90 o 100 porque nos los hemos llevado. Yo mismo tengo en mi casa cinco.”
Cierto. Abbas Salman Al-Jafayi no conocía muy bien las marcas de los vehículos, pero allí los tenía todos. Había un coche impresionante color violeta. “Este no sé qué marca es... vamos a ver... ah, sí, mire, aquí lo pone: un Rolls Royce. Mire este Mercedes, está blindado. ¿Qué es, un S600 o un 5600? No sé si será una ese o un cinco. Bueno, es igual. Mire, pero el mejor es el que tengo aquí al lado del refugio.” Y allí había un coche de marca o modelo Zimmer, con un águila en la cabecera del capot y unas bocinas y un diseño espectacular. Uno de sus doce hijos le decía que quería uno de los coches nuevos que había traído. Y Abbas Salman, que dice que está alegre porque ya han echado a Hussein, pero que si los americanos deciden quedarse en su país, él mismo agarrará sus viejos rifles alemanes para matarlos, reía con las cosas de su hijo.
Pero volviendo atrás, a los garajes del hijo de Saddam Hussein... allí la gente no tenía cara de estar haciendo nada malo. Al contrario, sonreían y se prestaban para las fotos. “Aquí, en mi barrio, todos nos hemos llevado tres o cuatro coches”, decía Abbas Salman.
Uno de los hangares se encontraba todo lleno de coches calcinados. En otro había un Mercedes pintado de púrpura. Enfrente, varias limusinas. Más allá, el Porche en el que ametrallaron hace tres años a Uday Husein, con los impactos de bala en el capot y en los asientos. En otro garaje, un Ferrari deportivo de dos puertas que se abren hacia arriba, un Fleetwood Brougham de los que sólo se ven una o dos veces en la vida.
En el mismo barrio de lujo, entre palmeras, naranjos y eucaliptos, al lado del río Tigris, podían encontrarse también las casas del hijo menor de Saddam y de su hija. También estaban siendo desvalijadas, sin que hubiese rastro de los militares americanos. En uno de los palacetes de los hijos de Saddam, frente a un lago artificial del tamaño de medio campo de fútbol, muchachos y adultos arrasaban con el whisky, las vasijas, las águilas de la pajarera, los libros del Corán, las cunas blancas, los zapatos de tacón de las mujeres, los frascos de Nescafé, los lavabos, los retretes, las botellas de agua. Y todo se hacía en orden. Los grupos se iban organizando ellos mismos. En otro barrio el saqueo se hacía ante el mismo rostro de los soldados estadounidenses. En la mayor parte de los sitios, todo transcurría con aire festivo. Pero la muchedumbre entró también de prepo en el hospital Kamal Samaray y se llevó todo lo que encontró. Y en el hospital Kindi, donde yace el niño Alai Smain, con sus dos brazos amputados, también entró la multitud y se llevó cajas de medicamentos y ambulancias.
En el barrio residencial de la embajada cubana, los diplomáticos miraban con prismáticos desde la azotea intentando prevenir cualquier ataque. “Hoy nos saltaron dos aquí, pero los echamos sin tener que recurrir a la violencia. Cuando ven las casas habitadas, no suelen entrar”.
Jamás se vio una ciudad con tantas sillas de ruedas en medio de la calle. Todo Bagdad parecía de mudanza. Los que iban a desvalijar aparcaban sus coches con los cristales abiertos y la conciencia tranquila de que no sería el coche de ellos el que nadie robaría.
“Esto parece la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones”, comentó un compañero. “A lo mejor los cuarenta ladrones eran los que estaban antes aquí” le contestó otro.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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