Dom 13.04.2003

EL MUNDO  › OPINION

El Imperio enfoca a Corea

› Por Claudio Uriarte

Quién hubiera dicho que un playboy fofo, gordito. paranoico, ignorante y reclusivo supiera reírse tan bien de un sonso. En septiembre de 2002, mientras George W. Bush empezaba a trabajar la opinión pública estadounidense en favor de una guerra contra Irak alegando una posesión de armas químicas y bacteriológicas que no estaba demostrada, de una improbable entrega futura de esas armas a grupos terroristas y de una colaboración de Saddam Hussein con Al-Qaida y Osama bin Laden para los atentados del 11 de septiembre que era directamente falsa, dos altos funcionarios de Corea del Norte admitieron plácidamente ante un funcionario estadounidense que habían reanudado un programa nuclear, de potenciales aplicaciones bélicas, que violaba un acuerdo negociado por el ex presidente norteamericano Jimmy Carter en 1994. George W., que en enero de 2002 había denunciado a Corea del Norte como uno de los integrantes del “eje del mal” –junto a Irak e Irán– quedó algo descolocado: ¿cómo podía justificarse una guerra contra un país por unas armas químicas y bacteriológicas cuya posesión no estaba demostrada, mientras la evitaba contra otro que admitía casi abiertamente que estaba fabricando armas atómicas? W., el unilateralista, dio una respuesta aparentemente incongruente: Corea del Norte, dijo, era un problema de solución multilateral, mientras Irak no lo era; Donald Rumsfeld, su secretario de Defensa, en una nueva y característica demostración de machismo estratégico, ordenó el aprestamiento de bombarderos B1 y B2 para un posible ataque preventivo contra Pyongyang, aunque parecía más una señal a Corea del Norte y a los generales estadounidenses que un indicio del curso futuro de los acontecimientos: el jefe del Pentágono estaba advirtiendo que estaba dispuesto a quebrar el tabú contra el lanzamiento de dos guerras de gran escala al mismo tiempo, pero el bombardeo de los reactores nucleares norcoreanos no era la solución que planeaba. O, por lo menos, no era toda la solución que planeaba.
¿Qué es el régimen de Corea del Norte? Las agencias internacionales de noticias lo describen como “stalinista”. Más allá de lo que se piense de lo que pasó en la URSS entre 1924 y 1953, esto parece una grave subestimación de Stalin. Kim il Sung, el difunto “líder inmortal” que fundó la dictadura, fue el autor de una excéntrica teoría antimarxista de autarquía nacional que arrojó a la mayoría de sus connacionales a la hambruna. Cuando murió, lo sucedió su hijo, Kim Jong Il, en un procedimiento de sucesión dinástica más parecido a las tradiciones del mundo árabe que a las intrigas palaciegas que solían decidir los traspasos de poder en el extinto universo comunista. Stalin construyó un imperio militar multinacional que llegó a desafiar a los Estados Unidos; el “líder inmortal” y su hijo, el “querido líder”, sólo vivieron de la ayuda de ese imperio, y su única semejanza con el stalinismo fue la represión interna y la erección de estatuas gigantescas en elogio de sí mismos. El padre inauguró un despotismo asiático, a lo que el hijo agregó la frivolidad de un malcriado. Kim Jong Il es un alcohólico sibarita y promiscuo que dispone de palacios con lagunas provistas de oleajes artificiales donde disfruta navegando en lanchas de último modelo con dos o tres bellezas a bordo. Su único viaje al exterior hasta la fecha fue a Rusia, pero, como teme a los aviones, la travesía la realizó a bordo de un tren –que tardó 14 días en llegar a destino–, donde la mayor parte de los vagones estaba destinada a guardaespaldas, a tanques con langostas vivas y a reservas inagotables de las mejores marcas de coñac francés. Cada bocado y cada trago eran ingeridos previamente por sus sirvientes, para constatar que no estuvieran envenenados. Al mismo tiempo, la población sufre de hambrunas intermitentes. La caída de la URSS, en este sentido, fue un duro golpe. Y sin embargo, el régimen sigue dedicando la mayor parte de su exiguo presupuesto nacional a la defensa. Pero el espectacular fracaso del padre y del hijo en la construcción de la autarquía comunista tiene una contraparte necesaria, complementaria y, en el fondo, funcional. En otraspalabras, hay un método racional detrás de la aparente locura. Y ese método es el chantaje. En 1994, el acuerdo de Carter, que consistió en la provisión gratuita de petróleo, alimentos y la construcción de dos reactores nucleares de agua liviana, se logró después de que Corea del Norte iniciara programas de enriquecimiento de uranio –un paso previo a la construcción de armamentos nucleares– y ensayara misiles de mediano alcance que surcaron los cielos de Japón. Nueve años después, en septiembre del año pasado, cuando Corea del Norte admitió la reactivación de su programa nuclear, mientras EE.UU. se concentraba en la guerra contra Irak, la conclusión era evidente: Pyongyang estaba buscando mejorar las condiciones de su acuerdo.
Pero Corea del Norte no es lo mismo que Irak para Estados Unidos. Irak, un país aislado y deteriorado, era un juego de damas; Corea es ajedrez tridimensional. La escalada norcoreana contra Washington ha sido constante: tras admitir la reactivación de su programa nuclear, expulsó del país a los inspectores de la Agencia Internacional de Energía Atómica, se retiró del Tratado de No Proliferación Nuclear, trasladó ostentosamente barras de combustible usado para fabricar plutonio a su reactor nuclear de Yongbyon y anunció en todos los registros posibles que no se sentía atada a ninguno de los compromisos internacionales existentes. Kim Jong Il es un payaso, pero la temeridad de estas acciones y la simétrica cautela de los estadounidenses indican que hay más actores en juego. Dicho de otro modo, el payaso no se animaría a todo esto si no tuviera cartas en reserva. Y las tiene en abundancia.
La primera y más inmediata es Corea del Sur, donde están estacionados 37.000 soldados estadounidenses, pero donde la población está cada vez más en contra de los soldados estadounidenses. Roh, el nuevo presidente, ganó las elecciones en gran parte gracias a su repudio a la presencia de esos soldados estadounidenses. La segunda carta es Japón, donde Junichiro Koizumi, el primer ministro, falló en su promesa de quebrar el tabú antimilitarista heredado del fin de la Segunda Guerra Mundial, y cuyo territorio está en la línea de mira de los misiles norcoreanos. Y la carta decisiva es China, que es el primer suministrador de armas y tecnología nuclear a Pyongyang. También juegan un papel Rusia, que busca desestabilizar la unipolaridad estadounidense con ayudas a Corea del Norte, y Taiwán, donde los vencidos compromisos de guerra fría de EE.UU. con China continental evitan la construcción de un poder disuasivo suficiente contra los norcoreanos.
Por todo esto, es improbable que el Pentágono de Rumsfeld elija manejar el problema norcoreano del modo simple y directo con que operó en relación con Irak. Y también por eso, la declaración de Bush de que el problema norcoreano debía resolverse de modo multilateral no es del todo una falacia. Las primeras movidas ya empezaron. Rumsfeld ya ha indicado que se propone iniciar un retiro de tropas norteamericanas de Corea del Sur. Con cinismo ejemplar, explicó que la decisión respondía a que Estados Unidos no es un imperio: “Si no nos quieren, nos vamos”. Por cierto, la verdadera razón es confrontar a los surcoreanos con la responsabilidad de organizar su propia defensa. EE.UU. puede bombardear las instalaciones nucleares de Corea del Norte, pero Seúl, la capital surcoreana, está a tiro de la artillería norcoreana. Otra movida, que sin embargo enfrentará poderosas resistencias en el lobby prochino de EE.UU. –como la Brookings Institution, de gran influencia en el Departamento de Estado– es restringir los privilegios comerciales de Pekín. Después de todo, fueron Rumsfeld y sus amigos quienes señalaron que China era el enemigo estratégico que EE.UU. debía prepararse para enfrentar en los próximos 25 años.
Pero la contramedida decisiva, la que nadie se atreve a mencionar hasta el momento, es la remilitarización y nuclearización de Japón. Rumsfeld también advirtió en el pasado que la mayoría de las bases estadounidenses en el extranjero estaban condenadas a desaparecer. Eso está ocurriendo enCorea del Sur y en Alemania. Probablemente no ocurra con la base de Okinawa en Japón, pero, como en el caso de Corea del Sur, es improbable que EE.UU. siga asumiendo por demasiado tiempo un papel universal de paraguas defensivo para sus aliados.

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