EL MUNDO
› PAGINA/12 EN LA CIUDAD NATAL Y EX BASTION DE PRIVILEGIOS DEL DICTADOR DEPUESTO
Cómo es Tikrit, la Anillaco de Saddam
Iba a ser la última línea de resistencia del régimen pero, según el testimonio de sus habitantes, los guardias republicanos que la defendían huyeron como conejos. Este es el relato de la visita a una ciudad tan privilegiada como pobre en su esencia.
› Por Eduardo Febbro
Montado sobre un caballo blanco dirigiéndose hacia una mezquita, Saddam Hussein encabeza la marcha de su ejército. Detrás lo siguen sus militares vestidos con distintos uniformes, cientos de hombres en armas saliendo de otra mezquita, subidos en aviones, helicópteros, tanques y cañones que disparan un montón de misiles suspendidos en el horizonte. El gigantesco frontón esculpido en mosaico que marca la entrada oficial al pueblo natal de Saddam Hussein, Tikrit, está intacto. Una vez pasada la frontera, la única presencia visible de las tropas norteamericanas es un tanque estacionado en una plaza en cuyo centro alguna vez hubo una estatua del dictador iraquí. Un grupo de adolescentes habla y juega con los soldados como si fueran amigos de siempre. En Tikrit, el calor es una herida constante, el paisaje es chato y verde, las calles tristes y largas, la gente curiosa y desconfiada. En Tikrit, la guerra parece una historia que se cuenta en otro lado.
Fuera del palacio de Saddam Hussein, su lujosa residencia saqueada e incendiada, el hotel de Tikrit y algunas dependencias oficiales, partido Baaz, edificio de la policía y un par de cuarteles profusamente bombardeados, nada revela la existencia de un conflicto. La ciudad de Tikrit entregó sus llaves sin combatir. De tanto en tanto, un convoy militar estadounidense atraviesa la calle central mientras los helicópteros de transporte y los Apaches sobrevuelan los terrenos baldíos. El bastión de Saddam Hussein y del 75 por ciento de su gobierno, todos oriundos de Tikrit, languidece bajo el sol y el aburrimiento. A lo largo de la calle principal los kioscos venden Pepsi, Seven Up y cigarrillos Marlboro. En una calle lateral, una hilera de negocios vende las mismas cosas: zapatos, sandalias iraníes, ropa de mujer, jeans, pañuelos, joyas falsas, autos de plástico, un montón de baratijas y ropa para niños de tipo occidental.
En el hospital departamental de Tikrit no hay heridos y lo único que se rompió fueron algunos vidrios del segundo piso que volaron cuando el gran hotel de Tikrit, que se encuentra justo enfrente, fue bombardeado. El subdirector del hospital cuenta que el “hotel estaba vacío” y que los norteamericanos, “para justificar la guerra, lo bombardearon tres veces”. El doctor Hanin recapitula los heridos y los muertos que llegaron a su hospital durante los días que precedieron la caída de la ciudad. “Diecisiete muertos, 40 heridos”, dice, sabiendo que la cifra no refleja el espacio que ocupó en los medios de comunicación la toma de la ciudad. Según los voceros norteamericanos, Tikrit se rindió tras duros combates. El doctor Hanin sonríe con un gesto condescendiente y explica: “La morgue está prácticamente vacía. Tuvimos más problemas de seguridad con la gente que quiso asaltar el hospital para robar que con las víctimas de los combates. Tikrit no combatió sencillamente porque los jefes tribales negociaron la rendición a cambio de que los norteamericanos garantizaran la seguridad de la ciudad”.
Tikrit es sunnita, la minoría religiosa sobre la que se apoyó Saddam Hussein para gobernar el país con garras de acero. En la época en que Saddam estaba en el poder, Tikrit gozaba de todos los privilegios: los mejores suministros estaban reservados a Tikrit y los productos costaban más baratos que en cualquier otro lado. Sin embargo, los privilegios otorgados por el régimen no se notan. La ciudad tiene un aire empobrecido y desolado. Los únicos signos de riqueza son las casas de los notables del régimen, lujosas mansiones decoradas con un gusto barroco y deslucido. Dela casa de Saddam Hussein sólo queda intacto el exterior. El interior fue devorado por el fuego y la codicia de quienes entraron para robar todo lo que había. No queda sino el sauna y un jacuzzi repleto de ropa de mujer y calzoncillos de Saddam Hussein. En la puerta principal, una suerte de escultura en forma de tótem representa la vida de Saddam, desde su niñez hasta el ascenso a la cúspide. El gran parque que la rodea da a una ladera de pinos y viñedos y a lo lejos se divisa el palacio del dictador.
¿Y donde están los hombres de la Guardia Republicana? ¿Y los aguerridos militares dispuestos a todo para defender el último territorio del mandatario? ¿Y qué se hizo de los fedayines que prometieron el sacrificio de su cuerpo contra el avance de las tropas norteamericanas sobre la ciudad de su héroe? Desde el punto más alto de la casa de Saddam, sólo se escucha el viento. La sensación de lejanía y soledad lo dominan todo. “Si no me equivoco, creo que acá vinieron 25 fedayines, nada más”, dice el doctor Hanin. ¿Y la Guardia Republicana? “Se fue como se fueron todos, la gente del gobierno, los policías, los amigos de Saddam y la población. Cómo quiere que la ciudad resista como dicen los norteamericanos si acá no quedó nadie. En el barrio en que yo vivo hay unas 400 personas. Antes de que entraran las tropas sólo quedaba una familia: la mía”.
Tikrit ciudad fantasma, morada natal de otro fantasma, debe ser el único lugar donde la gente continúa esperando a Saddam Hussein como un Mesías. “Volverá, estamos seguros”, dice un comerciante. Un empleado que está a su lado asegura que “si Saddam en persona golpeara mi puerta en busca de ayuda, se la abriría. Me sentiría muy feliz si regresara. Es nuestro presidente. Es un sunnita y un gran hombre”. El dueño de un negocio de baratijas situado en la vereda de enfrente se muestra más eufórico: “Mi vida por Saddam. Daría todo lo que tengo y lo que soy por él”, afirma tomándose la cabeza con las dos manos. Después, con ojos amenazantes, clama: “Norteamericanos afuera, que se vuelvan a su país, no nos hacen falta. Han venido a invadirnos, a robarnos, a matar a Saddam”. Un grupo enorme se forma frente al comerciante y todos sostienen lo mismo.
Sin embargo, Tikrit no peleó, ninguno de esos hombres tomó las armas. Los comerciantes cerraron sus negocios y se fueron de Tikrit esperando días mejores. Volvieron recién cuando los norteamericanos ocuparon las calles. Tikrit es una ciudad habitada por el miedo y el tedio. Los soldados de la administración Bush que custodian los puntos centrales lamentan que les haya tocado ese “agujero perdido”, según dice uno de los tres militares que monta guardia en la puerta principal del hospital. “Fue decepcionante, había esperado que hubiera más acción, pero aquí no ocurre nada. Los marines se apoderaron de la ciudad en apenas un día, casi sin combates. Desde que vinimos nosotros –el ejército de tierra– no he escuchado ni un solo disparo. Lo único que hacemos son tareas de policía.” Un sargento de aspecto bonachón comenta “pensamos que Tikrit sería una fortaleza difícil de asaltar, que Saddam Hussein se escondería aquí con su guardia pretoriana para resistir hasta el final”.
El vasto palacio de Saddam construido a orillas del Tigris corrió la misma suerte que otros símbolos del poder. Bombardeado primero, saqueado después por la población. Los Albu Nassir, la tribu de Saddam Hussein, vieron hundirse el castillo en el que vivían. Saddam Hussein sólo tenía confianza en ellos y en los habitantes de Tikrit. De esa época, no queda más que la espectacular mezquita que domina el enjambre de casuchas bajas que es lo esencial de Tikrit. El asalto y la posterior caída de la ciudad marcaron el fin de la principal etapa iniciada tras el inicio de la guerra.
Mohamed Al-Khalidi es uno de los pocos habitantes de la ciudad que festejó la llegada de los marines. Según asegura, la “mayoría de los afiches y retratos de Saddam destruidos en Tikrit es obra mía y de unos amigos”. “Se fueron como conejos cuando apareció el lobo –dice riéndoseun amigo de Al-Khalidi cuando recuerda la manera en que la Guardia Republicana abandonó sus posiciones–. ¡Usted se imagina qué vergüenza! Saddam y los suyos nos engañaron. Les hicieron creer al mundo entero que acá, en Tikrit, estaban estacionadas las fuerzas más leales al régimen. Qué va. ¿Sabe lo que hicieron? Empezaron a huir hace varias semanas y los que se quedaron, cuando vieron que se les venía encima, se sacaron el uniforme militar, se vistieron como campesinos y se mandaron a mudar dejando las armas por el piso. ¡Qué combatientes!”
En los pueblos que rodean Tikrit los tanques iraquíes calcinados siguen en el mismo lugar. Chatarra inservible expuesta sin defensa a la potencia de las armas estadounidenses. Adentro de la ciudad, aún hay muchos retratos de Saddam totalmente intactos, otros han sido pintados o ametrallados. El gigantesco frontón de la entrada evoca una batalla que jamás tuvo lugar. El caballo blanco de Saddam se fue solo con su jinete. Detrás quedó un ejército abandonado y una ciudad que languidece esperando que todo lo ocurrido no sea más que un recuerdo.