EL MUNDO
Una historia de dos Babilonias
Babilonia, la vieja, está rota y fragmentada por la construcción de la nueva, un complejo erigido por Saddam en estilo stalinista, y las dos tienen las huellas de la invasión de EE.UU. Esto es lo que vio y oyó Página/12 allí.
› Por Eduardo Febbro
Babilonia existe. A 80 kilómetros al sur de Bagdad, el oasis de Babilonia y sus maravillas arqueológicas surgen como un espejismo en medio del desierto. El lugar está vacío, escondido, apenas habitado por el incesante ir y venir de los soldados norteamericanos que instalaron sus bases en el faraónico palacio construido por Saddam Hussein sobre una colina artificial y la tristeza de Mohammed Taher Al-Kafjy, el director del Museo de Babilonia, y Ahmed Azel Selma, el arqueólogo en jefe.
Solitarios, sentados bajo la sombra de un árbol protector, los dos hombres contemplan el desastre que los circunda. A la derecha, el mapa de la antigua Babilonia pintado sobre un muro está intacto. Al lado, la construcción que servía de boutique de souvenires está ennegrecida por el incendio que la devoró. Sobre el piso yacen trozos de mosaicos con figuras antiguas y restos de otras pertenencias. Los dos hombres observan con infinita amargura el trabajo de un obrero que tapa con ladrillos la puerta del Museo y el boquete que quedó en lugar de la ventana. “Saddam Hussein destruyó la historia de Babilonia, desfiguró nuestra ciudad. La guerra terminó de acabar el trabajo de demolición”, dice Ahmed Azel Selma.
La invasión norteamericana dejó sus huellas. La ruta que conduce al lugar está bombardeada y, salvo un puñado de periodistas curiosos y los marines, nadie se acerca a la mítica ciudad. “Si no fuera porque pedimos y obtuvimos la protección de los soldados no hubiese quedado ni una sola pieza”, dice el director. Afuera, un imponente servicio de seguridad norteamericano muestra que el juego se acabó. Adentro, la desolación lo domina todo. A Babilonia la antigua y a la reconstruida no le cayó ni una sola bomba pero la invadió el odio. Los ladrones penetraron en el corazón de los restos de una de las civilizaciones más extraordinarias que se hayan conocido para llevarse todo lo que pudieron. “Entraron al sector del museo y se robaron prácticamente todas las piezas, las copias y las obras únicas, con millones de años de historia”, dice el arqueólogo. Babilonia es tan insegura que para poder recorrerla es obligatorio hacerlo debidamente escoltado por dos Marines. Uno es de origen mexicano y no entiende qué significan todas esas reliquias. El otro es norteamericano y se extasía ante las esculturas y la disposición de la ciudad.
El director y el arqueólogo no saben cómo será su destino. Babilonia y sus vidas son víctimas de una guerra que no destruyó ni una sola piedra de la ciudad pero que cortó sus existencias en dos: “No tenemos más sueldo, apenas podemos vivir de la caridad”, dice el arqueólogo. Bajo sus pies tiene oculta una bolsa de plástico llena de tarjetas postales que vende por un dólar a los soldados norteamericanos. Son los únicos que la visitan profusamente. Ellos, que tanto hicieron para reducirla a la nada. El director no les guarda rencor, al contrario. “Lo que más me duele –dice-es saber que todas las destrucciones no las provocaron estos militares extranjeros sino los mismos iraquíes. Los que entraron por la fuerza a romper, incendiar y robar querían vengarse de Saddam Hussein. En vez de eso, se vengaron de la humanidad y de Irak. Es incomprensible. Esto nos pertenecía a todos, no era propiedad de Saddam Hussein”.
Los marines entran con petulancia, pisando fuerte, se sacan fotos ante el mapa de la ciudad antigua y piden explicaciones. Luego, cuando se van, si se acuerdan, dejan un par de dólares en las manos de Mohammed Taher AlKafjy y Ahmed Azel Selma. Ese es su único pan cotidiano en un presente hecho de incertidumbres y miedos. La más dramático es que hasta los mismos soldados se arrogan el derecho de robar. Hace dos días, el arqueólogo descubrió a un militar cortando la tela de un cuadro para llevársela. Laobra, pintada por un gran artista iraquí, era la reproducción de una escena más que milenaria. “No lo queríamos denunciar. Al final nos devolvió la tela y le regalamos un libro de arte antiguo para que nos dejara tranquilos”, cuenta el arqueólogo. Que su mundo se le hundió de golpe se le ve en los ojos. El hombre repasa hasta el hartazgo las piezas rotas, las paredes escarbadas, los trozos de esculturas que faltan, el fuego que se comió tantas cosas. “¿Quién vendrá a ayudarnos?”, pregunta esperando que alguien le dé alguna esperanza.
Saddam Hussein fue nefasto para Babilonia. Detrás de la ciudad reconstruida están los restos de la Babilonia antigua y en el fondo se levanta un edificio impensable. El palacio que el presidente iraquí empezó a construir en 1982 es un objeto desmesurado para un lugar que acuna la historia de la humanidad. Para construirlo, Saddam arrasó con el pueblo de Kuerich expulsando a centenares de familias. El edificio es faraónico, de un gusto inadaptado para un paraje semejante. “Saddam quiso borrar la historia y en su lugar impuso la suya”, comenta un empleado del Museo. El edificio es de color ocre, de forma piramidal, con escasas ventanas de vidrios ahumados. La construcción es un improbable compromiso entre la fortaleza, la pirámide y el más típico estilo de los monumentos socialistas, rectos, secos y sin alma. El palacio, donde los norteamericanos están instalando una base logística, también fue saqueado. No le quedó el mínimo interruptor de luz, ni el más pequeño botón o canilla. Sólo quedan las majestuosas escaleras, los pisos de mármol -dignos de una catedral–, los techos decorados y los ascensores. La habitación del presidente da la medida de sus ambiciones: 200 metros cuadrados de mármol rosa y una cúpula central bajo la cama. Las referencias a la antigüedad son permanentes: Ur, Babilonia, la Torre de Babel, una escultura del rey Hammurabi llevando las orillas del Tigris y el Eufrates. Las iniciales del Señor Presidente están por todas partes: SDH, puede leerse en los frontones. En la entrada, el perfil de Saddam se confunde con las águilas iraquíes y escenas de la antigüedad. A lo largo de la piscina, una serie de esculturas muestran a Saddam guiando el trabajo de sus obreros. Su imagen se repite al infinito. No hay nada extraordinario en esto. Todo ha sido pensado a la medida de un hombre que, en los poemas por encargo, se hacia llamar “el Nabucodonosor del siglo XX”, es decir, el Rey que, en el siglo VII antes de Cristo, le dio toda su gloria a Babilonia.
Mohammed Taleb, uno de los guías de Babilonia, cuenta que “al presidente no lo veíamos muy seguido. Solía venir a pescar con sus admiradores en los lagos privados que poseía”. Aunque es horroroso, los habitantes de Babilonia no quieren que el palacio sea destruido. “Lo mejor es que, cuando se acabe la guerra, lo conviertan en un hotel de lujo para turistas extranjeros”, dice Taleb. Sería ideal. Bajando un camino serpenteado se llega a la ciudad de Babilonia, la artificial, cuadrada y espantosa, y la otra, fragmentada pero real. La ciudad reconstruida es un pálido reflejo de lo que debió ser la otra y se parece mucho al palacio. “No hay mucho que hacer sino esperar, esperar que todo esto termine y que algún país nos ayude a recuperar las piezas que nos robaron. Tal vez, algún día, si Irak es más seguro, los turistas vuelvan”, dice el arqueólogo. El director asiente y pregunta “¿Quién?”. El arqueólogo no alcanza a dar la respuesta. Ambos se dan cuenta que un montón de adolescentes se metieron en un cuarto medio derruido donde están guardados los objetos que se salvaron de la hecatombe. “Es todo el tiempo así –dice el director–. Aunque esté lleno de soldados los muchachones se meten por todas partes y roban. Por eso debemos estar acá, para proteger lo poco que se salvó”.
Mohammed Taher Al-Kafjy ni siquiera tiene donde dormir. Su domicilio, contiguo a la ciudad, fue igualmente saqueado e incendiado. “Hay que esperar...”, dice con resignación. Afuera, los adolescentes que vendengaseosas y cigarrillos juegan con los soldados. Babilonia se ha quedado sola, como el director y el arqueólogo. Los dos hombres se han puesto a hablar con un vendedor ambulante, un ex militar iraquí que pasó nueve años de cárcel por haber roto una foto de Saddam Hussein. En la mano derecha tiene tatuada una frase: “La cárcel es la tumba de la humanidad”. Cuando el obrero termina de tapar la puerta y la ventana del museo, todo el mundo aplaude. El director dice, con pena: “Babilonia no era una tumba sino la memoria”.