EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Estamos ante un nuevo aniversario del nueve once, el martes, y la sombra que proyecta sobre la vida de los estadounidenses hace difícil soslayarlo. Esta semana en ese país se llevó adelante la convención del Partido Demócrata, que proclamó a Obama candidato a la reelección en los comicios de noviembre. Dicen que estuvo divertida. Habló la primera dama, Michelle Obama, habló Bill Clinton, habló Julián “Obama latino” Castro, habló el candidato, hubo suelta de globos y lluvia de papel picado azul, blanco y rojo.
Hace dos semanas había ocurrido la convención del Partido Republicano, que proclamó a Mitt Romney candidato por la oposición. El primer día se suspendió por culpa de un huracán, pero dicen que los otros dos fueron divertidos. Habló la aspirante a primera dama, Ann Romney, habló Clint Eastwood, habló Paul “Tea Party” Ryan, habló el candidato y hubo suelta de globos y lluvia papel picado rojo, blanco y azul.
Y sí. Fueron muy parecidas. Aunque los candidatos digan que es la elección más decisiva de esta generación, como exageró Obama, y más allá de las diferencias históricas entre los dos partidos, se trata de dos candidatos similares, moderados y pragmáticos, que buscan el centro del espectro político. Es cierto que ambos parten de extremos casi opuestos. Romney basa su relato en el mito del empresario exitoso de familia tradicional, hijo de gobernador, que viene a ponerle el hombro al país, por vocación de servicio. Obama representa la historia del negro pobre de madre soltera que logra el sueño americano porque alguien le da una mano y ahora es su turno de devolver. Pero las políticas que Obama ha puesto en práctica en Washington en los últimos cuatro años se parecen bastante a las que Romney había adoptado cuando le tocó gobernar el estado de Massachusetts, entre el 2003 y el 2007.
Eso sí: los candidatos se apoyan en discursos distintos. Los republicanos se la pasaron toda la convención diciendo que Obama es un fracasado que no entiende nada de economía y que los estadounidenses se merecen algo mucho mejor. Los demócratas se la pasaron toda la convención diciendo que Romney es un ricachón insensible que no entiende que un país no es lo mismo que una empresa. Los republicanos hablaron de seguridad y de reducir el déficit; los demócratas hablaron de los derechos de los gays y de haber matado a Bin Laden gracias al liderazgo del “comandante en jefe” Obama. Otra diferencia notable surgió en la proclamación de las dos candidaturas. Mientras en la convención demócrata la estrella fue Obama, o sea el candidato, en la convención republicana la estrella fue Clint Eastwood, o sea un invitado. Eso habla de algún error de cálculo, pero también de un déficit de carisma del candidato republicano, cuestión que probablemente le termine costando la elección a Romney.
Pero más allá de lo que se dijo en las convenciones, y de los pocos matices que separan a los candidatos, lo novedoso de esta elección presidencial estadounidense es que por primera vez desde el nueve once no se está plebiscitando la Guerra contra el Terror.
Tanto la guerra de Afganistán (2001) como la guerra Irak (2003) habían sido lanzadas desde un profundo deseo de venganza. Venganza para las cerca de tres mil personas que murieron el nueve once. Ese día, diecinueve terroristas suicidas secuestraron cuatro aviones de línea y sucesivamente impactaron dos contra las Torres Gemelas de Nueva York y un tercero contra el Pentágono en Virginia, mientras el cuarto cayó derribado en Pennsylvania. Fue un golpe devastador. Estados Unidos había sufrido muchísimos atentados terroristas en su país y había peleado muchísimas guerras alrededor del mundo, pero nunca había sido atacado por fuerzas extranjeras dentro de su territorio continental. Según la comisión que se formó para investigar los sucesos, el atentado había sido ordenado por el saudí Bin Laden, planificado y ejecutado por el kuwaití Khalid Sheik Mohammed y llevado a cabo por terroristas nacidos en Emiratos Arabes, Líbano y Arabia Saudita, y dirigidos por un egipcio, Mohamed Ata.
En 2004, George W. Bush convenció al electorado de que había que avanzar en Irak, seguir adelante en Afganistán, que ganar las guerras era necesario para dar con Bin Laden y así cerrar la herida del nueve once. Porque los diecinueve terroristas suicidas estaban bien muertos y Sheik Mohamed estaba preso en Guantánamo. Sólo faltaba Bin Laden.
En 2008 Obama convenció al electorado de que ya era suficiente, que ya habían muerto demasiados muchachos en Irak y Afganistán y que era hora de retirarse de esos países. Dos años y medio más tarde, en mayo de 2011, Obama pudo anunciar que había encontrado a Bin Laden. No estaba en Irak o Afganistán, sino en un barrio militar de Pakistán, un país aliado que recibe más ayuda militar de Estados Unidos que ningún otro país en el mundo salvo Israel. El presidente estadounidense explicó que no hubo más remedio que matarlo a Bin Laden y tirarlo al mar, y que, bueno, no es que haya nada para festejar, pero los estadounidenses pueden sentirse muy contentos. Millones de estadounidenses festejaron a lo loco. La guerra de Irak terminó el año pasado y la de Afganistán termina el año que viene, sin que nadie entienda bien qué tienen que ver esos conflictos con Bin Laden o con el nueve once. Salvo que para los códigos cowboy de los norteamericanos, semejante atentado merecía una tremenda respuesta bélica y en algún lado había que atacar.
Es que las consecuewncias del nueve once en la sociedad estadounidense son muy profundas y no hace falta husmear mucho para percibirlas. Esta semana, sin ir más lejos, un juez federal confirmó la validez de la ley antiinmigrante de Arizona, la más dura de una serie de leyes antiinmigrante aprobadas después del atentado. La ley de Arizona le permite a su policía pedirle papeles sin causa previa a cualquier morocho que se pasee por ahí.
Mientras tanto, en Guantánamo, desde mayo y con gran sigilo se lleva adelante el juicio en contra de Sheikh Mohammed, el supuesto cerebro del nueve once. El fiscal militar quiere condenarlo a muerte, pero es difícil hacer justicia condenando a un hombre que fue torturado 183 veces por vía del llamado submarino, según documentos desclasificados de la CIA, cuyos agentes aplicaron los tormentos.
Al mismo tiempo, pero en Afganistán, los soldados estadounidenses están abocados a entrenar a los policías y militares afganos que supuestamente van a reemplazar a los gringos en la custodia de la seguridad de su propio país. Lo cual ha dado lugar a una seguidilla de ataques de soldados y policías afganos en contra de sus instructores extranjeros. Según el portal Huffington Post, esta semana se interrumpió el entrenamiento de nuevos reclutas afganos para mejorar los procedimientos de selección, ya que hubo treinta y cuatro ataques armados en contra de instructores estadounidenses en lo que va del año, doce de los cuales ocurrieron en el último mes. Se ve que los soldados afganos tampoco entienden el sentido de la guerra contra el talibán, y menos ahora, con Bin Laden fuera de escena.
La xenofobia antiinmigrante, la legalización de la tortura y las guerras de venganza, sombras legadas por el nueve once, siguen ahí, oscuras y amenazantes, acechando las noticias del nuevo día. Pero la novedad es que Estados Unidos empieza a mirar para adelante, otra vez, a fuerza de globos multicolores y promesas de papel picado.
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