EL MUNDO › A 40 AñOS DEL GOLPE DE PINOCHET EN CHILE
› Por Mempo Giardinelli
Opinión
En una nota anterior, del pasado 11 de septiembre, comenté mis viajes a Chile en los años ’70 con el fotógrafo Carlos Bosch, pero en ella cometí un error que ahora es necesario reparar. Y es que si bien aquellas coberturas periodísticas de diversos acontecimientos chilenos entre 1970 y 1973 las hice con Bosch, no en todos los casos viajé con él.
Y en particular, en ocasión de la visita de Fidel Castro a Santiago, en noviembre de 1971, ese trabajo no me cupo hacerlo con él, sino con otro extraordinario fotógrafo de la vieja Editorial Abril: Diego Goldberg, autor de las dos memorables fotografías que ilustran este texto, y con quien cubrimos el acontecimiento para la revista Siete Días Ilustrados.
En una se aprecia la alegría de Fidel Castro y de Salvador Allende, y en particular del cubano, por entonces un joven líder latinoamericano de sólo 45 años. En esa toma todo parece futuro venturoso y las sonrisas permiten presumir y sintetizan la algarabía que imperaba ahí abajo, en las calles de Santiago, aquel 10 de noviembre.
En la otra, en cambio, que es de ese mismo día, puede vislumbrarse ya la traición que se iba a producir menos de dos años después.
En esa impresionante toma lo que hay, y resulta ahora evidente, es el embrión, la gestación misma de una felonía. El por entonces militar constitucionalista Augusto Pinochet Ugarte, como se aprecia perfectamente en esta foto que Goldberg ha conservado, tenía ya en ese momento la misma, empaquetada compostura cuartelera con que en aquel septiembre de hace ahora 40 años ordenaría el ataque al Palacio de la Moneda y la sucesión de asesinatos y persecuciones que sus esbirros cumplieron con fría determinación.
Nótese la gélida mirada elusiva, dirigida hacia el cielo, de quien parece esperar una bendición divina a la deslealtad que seguramente por esos días ya tramaba. Y en contraste obsérvese al líder cubano, con uniforme y gorra un tanto desprolijos, mirando hacia el frente como mira quien está a la altura de los mortales, el pueblo, sus pares, quizás el mismo Allende y en todo caso los miles de latinoamericanos que masivamente se volcaron a las calles en aquellos días, en un carnaval pleno de alegría y optimismo. Y el cual, como suele suceder con los carnavales, dio paso después a arduos reacomodamientos con la dura realidad.
Estas dos fotos sintetizan, hoy, mucho más que un viejo, doloroso divorcio. En realidad, tomadas hace cuatro décadas, ya entonces hablaban en secreto de la tragedia latinoamericana contemporánea. Esa que seguimos restañando a fuerza de democracia.
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