EL MUNDO
› VISITA GUIADA AL LUGAR DONDE DECENAS DE MILES DE DISIDENTES PERDIERON LA VIDA
Un viaje al archipiélago del terrorismo de Stalin
Solovkí, con 350 kilómetros cuadrados de superficie en el radio ártico ruso, fue la matriz y el modelo más avanzado del universo concentracionario de la antigua Unión Soviética, conocido como el Gulag. En esta nota, una periodista relata su viaje a lo que queda del campo, y sus monjes ortodoxos.
Por Pilar Bonet
Desde Solovkí, Rusia
En las islas de Solovkí, en el mar Blanco, hay lugar para el paraíso y para el infierno. El paraíso está en el paisaje de pinos, abedules y musgos, de lagos cristalinos y milenarios laberintos de piedra. El infierno imperó durante dos décadas en un campo de concentración pionero, que sirvió a la Unión Soviética para elaborar y perfeccionar el sistema represivo conocido como el Gulag.
Víctimas de las privaciones, la enfermedad, el frío, el sadismo y la arbitrariedad, decenas de miles de personas perdieron su vida en un complejo penitenciario disperso por la geografía de Solovkí, con casi 350 kilómetros cuadrados de superficie. Los campos de concentración, que Lenin propugnó ya en 1918, evolucionaron en el entorno ártico de Solovkí y se enriquecieron con nuevos matices hasta 1939, cuando fueron evacuados para ubicar una base militar. Para entonces, el modelo Solovkí, considerado como la matriz y el núcleo generador del Gulag, se había extendido por toda la URSS.
La silueta severa del monasterio de Solovkí se recorta potente en el horizonte, mientras nuestro barco, el “Viktor Buinitski”, se aproxima al puerto de la mayor isla del archipiélago. Tras 16 horas de viaje desde Arjanguelsk, los 40 pasajeros del buque divisamos por fin las cúpulas coronadas por cruces de la catedral de la Transfiguración y la iglesia de la Ascensión y las murallas de piedra del Kremlin que los monjes ortodoxos comenzaron a construir en el XVI. Fuera del Kremlin, docenas de edificios de distintas épocas, entre ellos la sede de la administración penitenciaria (hoy en ruinas) y las barracas de los presos, habitadas aún por los isleños. El archipiélago tiene 970 habitantes, incluidos unos 40 monjes. Miles de visitantes pasan por él cada verano.
De julio a septiembre, los meses en que el mar no está congelado, el Buinitski viaja una vez por semana a Solovkí. También se puede llegar, más rápido, en lancha desde Kem, en Karelia, y en avioneta desde que hace dos años se amplió el aeropuerto para que el presidente Putin pudiera aterrizar junto al monasterio.
Yuri Brodski nos está esperando en el muelle. En los ‘70, Brodski comenzó a recoger documentos sobre los campos de concentración, a fotografiar sus restos y a entrevistar a sus sobrevivientes. El resultado ha sido un voluminoso libro publicado con ayuda del Instituto Rusia Abierta (el fondo de Georges Soros), donde documentos de archivo, fotografías y testimonios de más de 50 sobrevivientes se entretejen en un retablo del horror. A Brodski también se le debe la muestra dedicada a los campos que se exhibe en el museo, instalado en el Kremlin de Solovkí.
Una larga prisión
Brodski insiste en que los orígenes del campo de concentración se remontan a una época muy anterior al poder soviético, pues los monjes de las islas, además de pescadores, agricultores, pintores de iconos y guardianes de las fronteras septentrionales de Rusia, fueron también carceleros. Funcionarios de la corte de Pedro I fueron recluidos aquí en el siglo XVII.
Solovkí se adaptó al poder soviético con rapidez. El Gran Lago Blanco se convirtió en el Gran Lago Rojo; el monasterio; en un sovjós (una granja socialista), y los monjes, en “colectivo de fieles”. Los popes que no se “renovaron” se transformaron ellos mismos en carne de presidio. En 1920 llegaron a la isla los “blancos” apresados por los “rojos” en la guerra civil. A partir de 1923, Solovkí comenzó a configurarse ya como germen de un nuevo sistema. El GPU (la policía política de la época, heredera de la Cheka y precursora del KGB) organizó entonces el Slon (Campos Especiales de Solovkí). A mediados de ese año llegaron los primeros prisioneros deesta nueva época, según el Libro Negro del Comunismo. A fines de año había 4000 detenidos, y al terminar 1928, cerca de 38.000.
Inicialmente, los presos se dividían en tres categorías. La primera, que gozaba de un régimen privilegiado, era la de los políticos (mencheviques, socialistas revolucionarios o eseristas y anarquistas), víctimas de sus antiguos aliados en la lucha contra la autarquía. La segunda estaba formada por los contrarrevolucionarios, afiliados a otros partidos de oposición a los bolcheviques, antiguos oficiales y funcionarios de la administración zarista, sacerdotes “no renovados” e intelectuales no afines al régimen o simples sospechosos de falta de simpatía hacia él. El tercer grupo eran los presos comunes, entre ellos miembros de la Cheka o el GPU acusados de delitos comunes. Los dirigentes del campo consideraban a éstos como elementos “socialmente cercanos” y cerraban los ojos ante los abusos y vejaciones que éstos cometían contra los novicios en las leyes del hampa.
Solovkí se dedicó de entrada al trabajo “educativo”, una misión que incluía tareas como sacar agua de un lago para verterla en otro, arrastrar troncos de un lugar a otro para volver a colocarlos después en el emplazamiento de origen y cantar loas a la dirección del campo. Después, a finales de los años ‘20, las autoridades intentaron rentabilizar el trabajo de los presos, a los que empleaban en la industria forestal hasta agotar los bosques locales. También los utilizaron fuera de las islas, en la construcción del canal entre el mar Báltico y el mar del Norte, y en explotaciones forestales en Karelia.
El régimen en Solovkí se endureció con los años, pero las crueldades comenzaron desde el principio. Los chequistas encargados de transportar a los presos entre Arjangelsk y Solovkí lanzaron su carga humana por la borda en varias ocasiones, según relatan los sobrevivientes. En otra, los mataron a tiros en los muelles incluso antes de embarcar. Para la segunda mitad de los años ‘30, cuando las autoridades soviéticas se planteaban cerrar el campo, los primeros dirigentes de Solovkí y sus ideólogos habían sido ellos mismos víctimas del terror y algunos incluso habían vuelto como presos.
Las fosas comunes
Solovkí pasó a designar una realidad más amplia que las islas, y se aplicó a un sistema penitenciario que iba desde Leningrado hasta los Urales, por el que pasaron más de un millón de personas, según calcula Brodski. En las islas, los muertos se cifran en decenas de miles. Serguei Krivenko, coordinador de las investigaciones sobre Solovkí en la organización Memorial, cree que algún día se descubrirán fosas comunes como la que fue encontrada en Sandarmoj, Karelia, en los años noventa.
Al principio, los presos políticos gozaban de relativa libertad. Recibían periódicos y paquetes con comida, podían cartearse, leer y organizar su vida separados de los otros presos. Los anarquistas y los eseristas incluso celebraban la Revolución de Octubre. Los políticos se alojaban en la ermita de Savvatievo, a la que todavía hoy conocen como “la ermita política”. En el edificio de ladrillo rojo en ruinas nada recuerda el motín, descrito por Alexandr Solzhenitsin en El archipiélago Gulag, que marcó un punto de inflexión en el tratamiento de los políticos. Sucedió en diciembre de 1923, cuando los presos se negaron a aceptar las nuevas normas que limitaban sus paseos hasta las seis de la tarde. El resultado fue una operación de castigo en la que los chequistas dispararon sobre los amotinados, dejando cinco muertos y tres agonizantes sobre la nieve.
No lejos de la ermita está la montaña de Sekírnaya, en cuya cima se alza la iglesia de la Ascensión. En lenguaje del campo, “enviar a alguien a Sekírnaya” equivalía a una sentencia de muerte. A los presos los fusilaban en el mirador. El pelotón, de espaldas al templo; las víctimas, deespaldas al lago. Los guías repiten a los turistas que los cadáveres de los fusilados eran arrojados al fondo de la montaña por una empinada escalera de madera. Brodski duda de que la vieja escalera desaparecida fuera utilizada para librarse de los cadáveres. Sea como fuere, la escalera actual está barnizada y tiene amplios rellanos. Del viejo trampolín hacia el abismo sólo queda la posibilidad de imaginar el vértigo. Dos monjes custodian el lugar y reciben a los excursionistas autorizados.
El campo de Solovkí tenía una intensa vida intelectual. Había teatros, revistas, una sociedad científica, un laboratorio y hasta una orquesta. Los personajes allí internados –actores, músicos, cantantes, cineastas– aseguraban la vitalidad cultural. Los prisioneros podían invitar al teatro a las presas, con las que no podían comunicarse más allá de la función. Se representaban operetas picantes, comedias satíricas e incluso algunas obras prohibidas en Moscú. Brodski dice haber encontrado datos sobre la representación de una comedia de motivo español.
Un campo en extensión
Esta vida intelectual no impedía las arbitrariedades más salvajes. Para iniciar a los recién llegados, los chequistas provocaban incidentes aleccionadores, en los que un par de reclusos eran ametrallados con un pretexto nimio. Muchos prisioneros describen jornadas interminables sin descansar y sin comer en pleno invierno. Las epidemias, como la del tifus, que se cobró 7500 víctimas en 1930, hacían el resto.
Ante las denuncias de trabajos forzados en los campos, las autoridades soviéticas pusieron en marcha el mecanismo de propaganda, que incluyó la visita de Máximo Gorki en 1929. La visita del gran escritor proletario despertó grandes esperanzas, pero Gorki ignoró todas las señales de socorro que recibió, incluida la de los presos que leían demostrativamente el periódico al revés. Campos como el de Solovkí “son necesarios”, porque gracias a ello el Estado conseguirá “acabar con las cárceles”, escribió después.
El campo se extendió por todos los edificios del monasterio, desde la catedral, convertida en dormitorio para 1500 personas, hasta los sótanos de las torres de fortificación, para ejecuciones individuales y en pequeños grupos, pasando por los altares transformados en letrinas. Los presos dormían hacinados, a veces en literas de varios pisos, a veces unos sobre otros, entrelazados para combatir el frío, asfixiando con su peso a los que estaban abajo.
Hoy los trabajos de restauración borran las huellas del pasado. Brodski señala hacia las rejas que todavía quedan en algunas ventanas; hacia las puertas, donde se advierten las mirillas para vigilar a los prisioneros. “Quieren el monasterio tal como era en el siglo XVI, como si no hubiera habido otra historia después”, lamenta.
El chirrido de las sierras y el repiquetear de los martillos nos acompañan en un paseo por el monasterio, donde se trabaja activamente. El conjunto está protegido por la Unesco y por el Estado, que financia la restauración, en la que también está involucrada la Iglesia. Dentro de poco, la exposición sobre los campos, que hoy está en el interior del Kremlin, será sacada de aquí con el fin de poder restaurar el recinto. Todo indica que no volverá a su sitio: “Las iglesias son para rezar y no para ser recordadas como cárceles”, me dice por teléfono el padre Iósif, archimandrita prior del monasterio. “La memoria del campo debe preservarse, pero en los locales que fueron creados para él, como las barracas, la fábrica de ladrillos o el hangar del hidroavión”, añade. El aumento de los visitantes a la isla es un peligro, no sólo por la basura y “la cultura del plástico”, sino también porque el aumento de los visitantes sólo es posible con la existencia en la isla de un solo patrón.”Aquí había un solo dueño, el monasterio”, sentencia el prior. Nastia y Artiom, que mantienen Art-Angar abierto durante los veranos, se sienten acosados.
La polémica sobre cómo recordar y presentar el pasado apenas se manifiesta hoy en Rusia, como si las discusiones de la época de la perestroika nunca hubieran existido. El conflicto entre las diversas opiniones se expresa en Solovkí en forma de tensiones larvadas. La Iglesia Ortodoxa erige cruces en diferentes lugares de la isla, aunque no siempre en los lugares de trágico recuerdo, pero faltan los letreros que informen sobre cuál fue el destino de los edificios de Solovkí durante casi 20 años. Según Brodski, las señales dejadas por católicos italianos para recordar a víctimas de esta confesión han desaparecido varias veces.
Los últimos de Solovkí
En 1991 quedaban unos 400 sobrevivientes de Solovkí. Ahora hay menos de 10, según datos de Memorial. Cada año, a principios de agosto, esta entidad, que guarda más de 160 testimonios de prisioneros, conmemora la represión con una visita a la isla. Igor Vikentiev es de los que han regresado a Solovkí. Vikentiev, con quien conversamos en su departamento moscovita, está a punto de cumplir 92 años. Cuando era un brillante ingeniero industrial de prometedora carrera, fue condenado a cinco años acusado de participar en un complot contrarrevolucionario. En Solovkí estuvo en 1936 y 1937. Sobre el escritorio donde el anciano lee el periódico hay una carpeta con los textos literarios que ha dedicado a aquella época. “Lo que más me preocupaba entonces era la falta de lógica de todo aquello”, dice. Vikentiev recuerda aún cómo logró imponer su autoridad a un matón dispuesto a asesinarlo y el grotesco gesto de un guardián que, tras advertirles de la inutilidad de la fuga, añadió: “Y si alguien lo intenta, no me temblará la pistola”. “A mi hija no le gusta que escriba y me aconseja no remover en el pasado, pero yo me pregunto cómo hubieran reaccionado los personajes de Jack London en los campos de concentración”, afirma, lozano, tras cuatro horas de conversación.
Entre los que vuelven a Solovkí está Timur Kaziev, un hijo de Solovkí. Su madre, una presa llamada Anna, lo puso en el mundo en la isla de Anzer en 1936. Anna fue fusilada en 1937, y el niño, enfermo de tracoma, fue recogido por sus abuelos de un hospital. Timur, que trabaja como decorador de arte popular ruso, dice guardar un único recuerdo de su madre, una borrosa imagen vestida de rojo que se inclinaba sobre él.
De El País de Madrid, especial para Página/12.