EL MUNDO › OPINION
› Por Ariel Dorfman *
No puedo evocar bien la primera vez que supe de la existencia de Nelson Mandela. Podría haber sido en 1962, cuando al futuro presidente de Sudáfrica lo condenaron a prisión perpetua en el roquerío destemplado de Robben Island. Podría haber sido en esa fecha, pero no lo fue.
Yo era a la sazón un joven de veinte años que, como tantos de mi generación en Chile, predicaba la revolución. Bajo el menor pretexto local, nacional o internacional, salía, junto a otros estudiantes, a las calles de Santiago a exigir justicia contra un viento y una marea de policías armados. Y, sin embargo, entre esa multitud de protestas no hubo una, que yo recuerde, que se organizara para reclamar la libertad de Mandela. Entendíamos, con borrosa claridad, que el apartheid sudafricano era una lacra racista, el sistema más inhumano y cruel en el mundo, pero su lucha era un mero resplandor lejano frente a la urgencia de una América latina empobrecida y ardiente. Ni siquiera durante los tres años de la presidencia de Salvador Allende –cuyo programa de liberación nacional pudo haber sido calcado de la Freedom Charter de la African National Congress– me llamó la atención la figura de Mandela.
Fue recién en 1973, cuando el golpe militar contra Allende me arrojó al exilio, me dejó sin ancla ni país, que el nombre de Mandela se fue convirtiendo en una especie de hogar y refugio, una llamarada de esperanza que me alentó los días del de-sarraigo con un feroz y tierno ejemplo de lealtad. Su significado creció más todavía debido a la torcida colusión de los dos regímenes parias, el de Pinochet y el de Vorster y Botha, que intercambiaban medallas y embajadores y exportaciones (incluyendo armas y gases lacrimógenos). Esas dictaduras hermanadas en su obsesión por eliminar toda rebeldía, toda disidencia, hicieron crecer aún más mi identificación con el destino de Mandela, hicieron que sintiera yo, como tantos que buscaban un mundo más decente e insobornable, que su lucha era la mía, era la nuestra.
No obstante lo cual, tuvo Chile que recuperar su democracia en 1990 –el mismo año en que Mandela finalmente emergió triunfalmente de la cárcel– para que yo comenzara a comprender que aquel ex preso político era bastante más que un símbolo o un eco. En un momento en que Sudáfrica y Chile y muchos otros países encaraban los dilemas turbulentos de una transición a la democracia, en que nos preguntábamos cómo hacer frente a los terrores del pasado sin ser rehenes del odio que ese pasado seguía engendrando, fue Mandela el que nos sirvió de modelo y guía. Al lograr que su patria se deshiciera pacíficamente del apartheid, al negociar con sus enemigos y mantener, sin embargo, su dignidad inquebrantable, nos dio, a tantos que habíamos luchado durante décadas contra la injusticia, una lección fundacional. Teníamos que aprender que puede ser éticamente más complicado navegar las tentaciones y matices de la libertad que mantener en alto la cabeza y el corazón batiendo fuerte en medio de una opresión que separa, sin ambigüedad, el bien del mal.
Admirable ese hombre que, pese a haber pasado casi treinta años en la cárcel, quizá porque pasó tanto tiempo coexistiendo con sus más enconados adversarios, comprendió que la reconciliación es posible, siempre, nos advirtió que no se traicione la memoria, siempre que se exija el arrepentimiento ajeno. Más que admirable. Porque justo cuando pensamos que no se lo podía venerar más, justo entonces decidió no eternizarse en la presidencia. Decidió dar un ejemplo de probidad y confianza en la democracia. Uno de los hombres más populares del planeta y un ídolo en su país prefirió no acumular todo el poder en su persona, prefirió preparar a su patria para el momento inevitable de su desaparición.
Ese momento ahora ha llegado.
Ahora tendrá el mundo, y en especial Sudáfrica, que poner rumbo al futuro incierto sin su prodigiosa presencia, lo que me atrevo a llamar su luz en nuestra oscuridad.
Y es ahora, por supuesto, que Mandela se nos irá haciendo cada vez más peligrosamente legendario. Si no se pudo defender en vida de la santificación insensata, ¿cómo podrá lograr desde la muerte que se lo trate, muy simplemente, como un ser humano de carne y hueso, alguien que, como todos los seres de nuestro universo, nace y come, come y ama, ama y muere?
Quisiera, entonces, en este instante doloroso en que Mandela se nos empieza a escapar entre los discursos y los encomios, los parabienes y los paramales, los monumentos y las estatuas, quisiera rescatar a ese hombre real, tangible, corpóreo.
Tuve la suerte de encontrarme con Madiba (su nombre de clan) el 28 de julio de 2010 cuando visité Sudáfrica para dar la Mandela Lecture, una conferencia que cada año se pronuncia en su honor. Cuando me cursaron la invitación –la primera a un latinoamericano y a un escritor–, mis anfitriones me dijeron que Mandela nos recibiría a mí y a mi mujer Angélica en su casa para almorzar, siempre, claro, que no estuviera enfermo. Resultó que su salud no permitió tal agasajo, pero sí pudimos juntarnos durante una hora en la sede de la fundación que lleva su nombre. Sería uno de los últimos encuentros de Mandela con una visita extranjera, alguien que no perteneciera a su entorno inmediato.
Me llamó la atención su fragilidad, la lenta precariedad de sus movimientos, la firmeza de su mano cuando empuñó la mía, la forma en que su cara se transformaba, como un sol al amanecer, cuando se ponía a sonreír. Y sus mayores sonrisas eran para Graça Machel, su segunda esposa, que lo ha cuidado en su vejez, a quien le debemos que un hombre tan maltratado en la cárcel haya sobrevivido hasta los 95 años.
¿De qué hablamos? De Allende, por cierto. Y de los ataques xenofóbicos a los foráneos y forasteros que son, según Mandela, una vergüenza nacional. Y de sus esperanzas para Sudáfrica.
Todo lo cual era predecible.
Lo especial viene cuando habla de su padre y su madre. Como todos los hombres de edad avanzada, vive una gran parte de cada día en el pasado remoto y, en esta ocasión, debido a que conversamos acerca de su cumpleaños, él menciona un incidente en que su padre golpeó a su madre, una degradación que no está consignada en ninguna de sus biografías.
De pronto, aparece otro Mandela. Alguien que adora a su padre, pero que lo critica. Alguien que quiere a su madre, pero que queda abochornado por su deshonra. Alguien que, mucho antes de ser el gran protagonista que salvó a su patria y ofreció un ejemplo moral inigualable a nuestra especie descarriada, fue un niño, chiquito e indefenso, dándose cuenta de que la injusticia siempre comienza por los actos más pequeños, los más aparentemente insustanciales. Un niño que presencia ese ataque contra su madre –o quizá se lo cuentan, quizá ocurrió antes de su nacimiento, no es evidente en su relato– y que se pregunta ante la inmensidad desolada del continente africano por qué existe el dolor, se pregunta acerca de un mundo autoritario que parece inalterable y que, sin embargo, necesita rectificarse, necesita ser mejor.
Ese es el Mandela del que me quiero acordar.
El que vivió día a día su siglo terrible y no salió dañado de su cautiverio.
El que cultivó un jardín en la cárcel.
Gozaba plantando y cosechando bajo la lluvia y bajo el sol, sabiendo que tal como ejercía un mínimo control sobre esa parcelita de tierra, también podía controlar su dignidad y sus memorias y la fidelidad con sus compañeros. El que compartía fruta y vegetales con los otros presos, pero también con sus carceleros, prefigurando el tipo de nación que deseaba y soñaba.
Es así como quiero recordar a Madiba.
Como un jardín que crece, así como crece la memoria. Como un jardín que crece como debería crecer la justicia. Como un jardín que nos reconcilia con la existencia y la muerte y las pérdidas irreparables. Como un jardín que crece, como crece Mandela adentro de todos nosotros, adentro del mundo que él ayudó a crear y que tendrá que encontrar a tientas un modo de serle fiel.
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre Sueños y Traidores: Un Striptease del exilio.
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