EL MUNDO › OPINIóN
› Por José Natanson *
Aunque la práctica del golpe de Estado puede rastrearse hasta la antigua Roma, su conceptualización actual deriva de la expresión francesa coup d’ État, surgida en el siglo XVII para definir la decisión del rey de arrogarse poderes extraconstitucionales y ejercer la represión contra sus opositores. Con el tiempo, el concepto se fue ampliando para abarcar también la usurpación más o menos violenta del poder por parte de un actor externo, generalmente los militares, con grados variables de apoyo social y cobertura institucional. Quizá debido a la sempiterna estabilidad institucional británica, la expresión no tiene traducción al inglés (se usa el galicismo coup), aunque sí, por supuesto, al alemán (putsch).
Pero no nos desviemos. Si en su acepción tradicional el golpe de Estado definía la toma del poder a través de medios extrainstitucionales, la realidad latinoamericana actual, con situaciones de conflicto político y crisis institucional en países como Honduras, Paraguay, Ecuador, Bolivia y Venezuela, es más resbalosa, y sólo puede ser capturada mediante un cuidadoso diagnóstico caso por caso. En Honduras, dos de los tres poderes del Estado, el Parlamento y la Corte Suprema, resistían la intención de Manuel Zelaya de reformar la Constitución hasta que, sin recurrir a los canales institucionales adecuados, por ejemplo iniciando un proceso de juicio político, lo detuvieron de madrugada en calzoncillos y lo obligaron a exiliarse. El actor decisivo de esta película fueron los militares, que lideraron todo el operativo y se ocuparon de proteger al gobierno transitorio, que condujo al país hasta las siguientes elecciones. En Paraguay, el Congreso desplazó del poder a Fernando Lugo en un trámite exprés que lo privó de cualquier posibilidad razonable de defensa, y designó en su reemplazo al vice, elegido en la misma boleta y a la vez cabeza de la conspiración.
Ambos casos, que implicaron una ruptura clara del hilo constitucional, son obviamente distintos del amotinamiento de un sector de la policía ecuatoriana en reclamo de mejoras salariales en 2011, de la crisis de los prefectos del 2012 en la Argentina o de los episodios recientes de Venezuela, todos los cuales fueron calificados por un sector u otro de los respectivos gobiernos como intentos de golpe de Estado.
Detengámonos un momento en la Venezuela de estos días, que es un buen ejemplo de la complejidad de este tipo de situaciones. Allí, una serie de protestas estudiantiles en demanda de seguridad derivó en una seguidilla de hechos de violencia que ya causaron unos veinte muertos de ambos bandos. Contribuyeron al desastre el renovado protagonismo de los sectores más radicales de la oposición, que habían quedado relegados tras el ascenso de Henrique Capriles pero que volvieron a adquirir fuerza luego del amplio triunfo chavista en las elecciones municipales del año pasado. En Venezuela, cada vez que el gobierno parece invencible se fortalece la oposición más intransigente, partidaria de desplazar al oficialismo por cualquier medio. Pero la situación sería incomprensible si no se considerara también la reacción represiva del gobierno, que utilizó a la policía para evitar manifestaciones, que alentó a sus seguidores a desarmar las barricadas por la fuerza (“apagar la candela”, en palabras de Maduro) y que hasta mantiene detenido a un dirigente opositor (que, por otra parte, había formulado declaraciones claramente sediciosas). En una sociedad que ostenta índices de criminalidad centroamericanos, grupos armados violentos operan con autonomía tanto del lado oficialista como del opositor, y no es sencillo determinar quién disparó primero en cada caso. Todo esto en el contexto de un modelo que combina una evidente legitimidad popular con no menos evidentes signos de deterioro económico y, en menor medida, social (54 por ciento de inflación y 1,2 de crecimiento el año pasado).
Volviendo al planteo más general, digamos que resulta difícil determinar la línea exacta que separa el ejercicio democrático de la oposición, que incluye por supuesto el derecho a manifestarse en las calles y organizarse en las redes sociales y los medios de comunicación, todas cosas que han sido confundidas con intentos de desestabilización, del simple golpe de Estado. Y también resulta complicado identificar la frontera precisa que divide la obligación del gobierno de garantizar el orden en las calles, lo que incluye el uso proporcionado de la fuerza y la detención, con todas las garantías, de eventuales sediciosos, de la represión antidemocrática y la persecución ilegal a los opositores.
Esta dificultad se acentúa por dos cuestiones. La primera es que las situaciones a las que nos referimos rara vez cuentan con un actor protagónico. El éxito del hit interpretativo de Carta Abierta, el famoso “clima destituyente”, radicaba justamente en que no hablaba de los militares o la CIA, sino de un vaporoso clima, que no era exactamente golpista sino sutilmente destituyente. Más tarde, en una buena nota en Página/12, Horacio González se refería a los golpes sin rostro, sin líderes y “sin programa más que el descrédito sistemático del gobierno”. Desde la vereda de enfrente, Henrique Capriles responde a las acusaciones del chavismo con el siguiente argumento: “Los civiles no dan golpes de Estado, los dan los militares”. La pregunta que une ambos planteos podría formularse en estos términos: ¿hasta dónde un golpe sin sujeto es realmente un golpe?
La segunda dificultad analítica refiere al carácter ambiguo del tipo de gobierno que se ha consolidado en algunos países latinoamericanos, que por supuesto no puede ser descripto como autoritario, pero que indudablemente incluye un debilitamiento del componente republicano, y en menor medida también del componente liberal, propio de cualquier democracia. A ello se suma, en Venezuela, la muy novedosa eliminación del freno más importante que históricamente encontraron las democracias presidencialistas para prevenir las tentaciones autoritarias: el límite temporal al ejercicio del poder por la misma persona (como se sabe, Venezuela es el único país sudamericano con reelección indefinida). Se trata de un límite crucial: los mandatos largos generan efectos nocivos en el oficialismo, pues el control del aparato estatal implica siempre un desequilibrio a su favor que luego se hace muy difícil de romper, como demuestra la experiencia de algunas provincias argentinas feudalizadas cuyos gobernadores se imponen con porcentajes soviéticos de votos. Pero la reelección indefinida afecta también a la oposición, que puede convencerse, con o sin motivos, de que nunca le llegará el turno, lo que a su vez lleva que se agote su necesaria “paciencia democrática” y aumenten las chances de las derivas autoritarias, como sucede en Venezuela. Por eso la alternancia es buena en sí misma.
Desde un punto de vista más histórico, señalemos que las situaciones de conflicto político y tensión institucional están en el germen de muchos de los gobiernos del giro a la izquierda latinoamericano, cuyo origen es menos diáfano de lo que habitualmente se admite. Pensemos si no en Ecuador, donde el ascenso de Rafael Correa estuvo precedido por la destitución de ¡tres presidentes!, todos ellos elegidos de manera perfectamente democrática. Correa no tuvo ninguna reponsabilidad en estos sucesos, pero no puede decirse lo mismo por ejemplo de Evo Morales, cuyo camino al poder, que también incluyó la renuncia anticipada de dos presidentes surgidos de elecciones, fue resultado de una mezcla de acción institucional (triunfos electorales, gestión municipal en las alcaldías del Chapare, construcción parlamentaria de alianzas) con métodos extrainstitucionales (bloqueos, barricadas, puebladas). En algunos países, los golpes duros se combinan con golpes suaves: es el caso de Venezuela, que sufrió dos intentos del primer tipo (el que hizo Chávez en 1991 y el que le hicieron en 2002) y una cantidad difícil de estimar del segundo.
Finalicemos con un comentario de estilo. La complejidad de las situaciones actuales se confirma por la dificultad para encontrar fórmulas adecuadas para definirlas. Recurrimos entonces a curiosas expresiones adjetivadas y hasta autocontradictorias, como “golpe parlamentario”, “golpe institucional” o “golpe suave”. Quizá deberíamos revisarlas, porque ¿puede ser “parlamentario” un golpe de Estado? ¿Puede ser “institucional”? ¿Acaso un “golpe suave” no es lo mismo que una caricia? Ocurre que, aunque la secta de los semiólogos insista con que las palabras pueden crear realidad, lo que oscuramente definen como función performativa de la lengua, lo cierto es que en general el lenguaje corre detrás de los acontecimientos y que muchas veces, como ahora, demora en alcanzarlos.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org
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