EL MUNDO › OPINION
› Por Agustín Lewit *
Finalmente, tras meses de entreveros legales y muchas especulaciones, Juan Manuel Santos puso la firma que consagró la destitución del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro (foto), haciendo lugar a la sentencia del procurador Alejandro Ordóñez y omitiendo las medidas cautelares impuestas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por considerarlas no vinculantes. De esa manera –cálculos políticos mediante–, el mandatario colombiano dio la puntada final a un proceso que articuló intereses de varios sectores enemigos del ahora ex alcalde.
Algunos elementos de la biografía política de Petro son ineludibles para contextualizar su destitución. En principio, el suyo es –o era– uno de los pocos casos en Colombia de migración exitosa de la lucha armada a la actividad política. Formó parte del M-19, un grupo insurgente nacido en los setenta que devino luego en movimiento político de izquierda, para finalmente desaparecer años después. Muchos de sus miembros se sumaron más tarde a la coalición progresista Polo Democrático Alternativo. No sólo Petro fue uno de ellos, sino también representó a dicha fuerza política en las elecciones de 2010, de las cuales Santos resultó presidente. Un tiempo antes, durante el gobierno de Alvaro Uribe, Petro fue senador y desde allí realizó sólidas denuncias contra el entonces presidente colombiano, desnudando sus conexiones con grupos paramilitares. Durante su senaduría, formuló además acusaciones contra diversos actos de corrupción al interior del Estado y fue electo por sus pares como el “mejor congresista de la década”.
El proceso culminó con su separación del cargo y una inhabilitación por quince años para ejercer la función pública. Se lo acusa de haber violado el principio de libre empresa, al traspasar el servicio de recolección de basura del ámbito privado al público, generando altos costos para la gestión bogotana. Sin embargo, la condena es a todas luces desmedida –máxime en un país que no se caracteriza por un Estado impoluto–, lo que hace suponer que, con su destitución, Petro está pagando, además, algunas antiguas facturas.
Sumado a ello, el conflicto puntual de la basura fue aprovechado estratégicamente para atacar un proyecto de gestión con numerosos avances sociales y con una promisoria proyección nacional. En efecto, no son pocos quienes sienten que la destitución del ex alcalde de Bogotá les sacó un problema de encima, incluido el propio Santos, quien saca cuentas pensando en la reelección.
En otro sentido, el ataque institucional a Petro se inscribe en una larga lista de agresiones de diverso tipo a representantes de la izquierda colombiana –el más relevante, quizás, el de la ex senadora Piedad Córdoba, destituida por el mismo procurador–, poniendo en evidencia la falta de garantías que sufre cualquier alternativa progresista en dicho país.
No es un dato menor, además, que esta destitución se dé en pleno proceso de negociación del gobierno colombiano con las FARC. Uno de los principales ejes de resolución de ese prolongado conflicto es la incorporación de la insurgencia armada a la vida política colombiana. Sin embargo, resulta paradójico que el Estado colombiano invite a los grupos armados a sumarse a una democracia que muestra serias dificultades para incluir alternativas no conservadoras.
En términos más generales, y quizás allí radique la verdadera gravedad del asunto, lo sucedido con Petro –tal como ocurrió hace algunos años en Paraguay con Lugo o en Honduras con Zelaya– es una muestra más de las trampas que anidan en muchos de los sistemas democráticos de nuestra región, donde la voluntad popular de la mayoría puede ser torcida con algunos artilugios legales y la voluntad de un par de funcionarios.
* Politólogo (UBA), periodista de Nodal.
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