EL MUNDO › OPINIóN
› Por Emir Sader
Al mismo tiempo en que conmemoran los 20 años de la elección de Nelson Mandela como presidente y el fin del apartheid (el 24 de abril), Sudáfrica se prepara para su quinta elección presidencial, el 7 de mayo. El contraste no podría ser más grande entre la gesta del final del régimen de apartheid –simbolizado por la figura de Nelson Mandela, más engrandecida todavía con los ceremoniales por su muerte– y el descontento y desánimo con las nuevas elecciones presidenciales.
El contraste es claro entre el consenso obtenido por el fin del apartheid y la sociedad que es hoy Sudáfrica. La falta de interés por la quinta elección presidencial es un reflejo de lo que es hoy la sociedad sudafricana. Paralelamente, hubo una mejoría significativa en la situación de las capas medias negras. Por otra parte, el Estado posapartheid ha creado mecanismos de participación popular para sectores más amplios de la población.
Sin embargo, la promesa de que el fin del apartheid significaría “una vida mejor para todos” está lejos de concretarse. Hay una diferencia neta entre la trasformación política del fin del régimen de apartheid y el marco del mantenimiento de las condiciones sociales heredadas.
Todo se puede entender a partir del mismo pacto político de transición hacia la Sudáfrica post apartheid. Las negociaciones de paz fueron posibles por la lucha del pueblo sudafricano y por la solidaridad internacional, pero no fueron suficientes para derrotar simplemente el gobierno del apartheid, que contaba con superioridad militar y el apoyo de Estados Unidos. Los acuerdos han representado el fin del régimen del apartheid, pero no han traído al país la trasformación democrática de sus estructuras económicas.
No es que todo sea igual que antes. Los gobiernos del ANC (Congreso Nacional Africano) han incrementado los gastos en políticas sociales, se ha ampliado la clase media negra y, sobre todo, algunos sectores negros fueron anexados a la élite del país. Pero la gran masa de la población sigue viviendo en condiciones miserables, con un desempleo que ya superó el 20 por ciento, con índices del doble entre los negros.
Es que desde el comienzo del fin del apartheid, los gobiernos sudafricanos hicieron acuerdos con el FMI, con todas las consecuencias que conocemos. El momento del fin del apartheid coincidió también con el fin de la URSS y el clima del Consenso de Washington. Lo cierto es que esos acuerdos han entregado a los negros –a través de su partido, la ANC– el control de la política, pero dejaron a los blancos el control de la economía.
Los controles sobre la circulación de capitales fueron aflojados, empresas estatales fueron privatizadas, no se priorizaron las políticas sociales. La economía creció hasta la crisis internacional iniciada en 2008, frente a la cual Sudáfrica careció de mecanismos de defensa, desarticulados por políticas económicas neoliberales.
Como resultado del clima de desánimo y desconcierto, el presidente Jacob Zuma puede ser reelegido en mayo, pero con muchos sectores populares votando por pequeños partidos, algunos por DA –el principal partido opositor, liberal, con predominio de los blancos– y con sectores descontentos dentro del ANC haciendo campaña por “no votar”.
Después del fin del apartheid, Sudáfrica tuvo un gobierno de Nelson Mandela, dos de Thabo Mbeki y uno de Zuma, que puede ser el último del ANC, si sectores de la oposición –liberales por un lado, partidos menores de izquierda, por otro– logran capitalizar el enorme descontento en el país, a 20 años del régimen posapartheid.
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