EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
El pasado jueves hubo una huelga de conductores de colectivos en Río de Janeiro. La ciudad quedó paralizada. La huelga fue decidida por un grupo de poco más de 300 empleados contrariando la decisión del sindicato de la especialidad. La población fue sorprendida: el anuncio de que los micros no circularían se hizo en la tarde del día anterior. El tránsito se hizo un nudo que no se de-sató sino tarde en la noche.
Hay dos cosas que llaman la atención. Primero, que un grupo tan reducido de conductores (la rama cuenta con unos 40 mil empleados sindicalizados en la ciudad) haya logrado paralizar toda la red de transportes. Y segundo, la violencia empleada por los piqueteros. Al menos 467 ómnibus fueron apedreados.
Desde enero, movimientos sociales que reivindican viviendas ocupan, con contundencia, edificios –tanto públicos como privados– abandonados, principalmente en San Pablo. Ocurre que a veces se trata efectivamente de construcciones abandonadas, y otras, no. A la hora de expulsar a los invasores, la policía militarizada emplea una violencia desmesurada. El misterio es determinar quién decide las ocupaciones (el gobierno de Dilma Rousseff construyó y entregó cuatro millones de viviendas populares en menos de cuatro años) y quién determina el grado de violencia a ser empleado por la policía.
Hace unos tres años se empezó a implantar en Río de Janeiro una nueva línea de acción para retomar los morros –las favelas– copados y controlados por el narcotráfico. Se crearon las Unidades de Policía Pacificadora, las UPP. La misión: expulsar a los narcos, recuperar para el Estado el control de esas comunidades, y devolver a los moradores requisitos básicos de la ciudadanía: escuelas, puestos de salud, asistencia social. Pasado el tiempo, todo o casi quedó en la ocupación militarizada de las favelas. Con algunas pocas excepciones en la zona sur de la ciudad, donde están los llamados “barrios nobles” –o sea, de los ricos–, la llamada “ciudadanía” no llegó jamás. Las escuelas continúan precarias, los puestos de salud no tienen cómo atender a la demanda, las condiciones de higiene siguen pésimas. Resultado: la población de las favelas dejó de ver en los policías una solución y llegó a la conclusión de que se trata de dos tipos de bandidos, los uniformados y los de civil. Ahora los narcos tratan de recuperar terreno y se enfrentan de manera cada vez más osada a los policías. Y la población volvió a los tiempos de horror.
En San Pablo, algunas autoridades aseguraron que el Primer Comando de la Capital (el PCC), la mayor organización criminal brasileña, que además del tráfico de drogas comanda una extensa red de servicios en los barrios de la periferia miserable de la ciudad más rica del país y de Sudamérica, estaba prácticamente aniquilado. Con los principales líderes aislados en penitenciarías de máxima seguridad, sus acciones tenderían a desaparecer rápidamente.
Sin embargo el PCC sigue activo y poderoso como siempre y extendió sus acciones a otros estados brasileños. Comandan sus negocios desde las celdas de prisiones que, se supone, son de máxima seguridad, y donde estarían aislados. Es fácil imaginar la red de cómplices que les permiten seguir controlando todo a sangre y fuego.
El escenario se reproduce, en menor escala, por prácticamente todo el país. Si a ese panorama se suman las manifestaciones callejeras que, en junio y julio del año pasado, llevaron a millones de brasileños a paralizar las principales ciudades, tenemos dos tipos nítidos de tensión y violencia.
Falta poco más de un mes para que comience el Mundial de Fútbol, la Copa del Mundo, que tendrá doce sedes en Brasil. Y falta poco menos de cinco meses para que 140 millones de brasileños decidan, por el voto, quién presidirá el país entre 2015 y 2019. Los grandes conglomerados de comunicación destacan, con énfasis cada vez mayor, tanto la violencia urbana como la irritación generalizada que se extiende por todo el país. Además, son unánimes en sus críticas al gobierno de Dilma Rousseff y del PT, insistiendo de manera enfermiza en disparar señales de alarma que luego resultan infundadas o exageradas.
Ahora mismo, el pasado jueves, todos –todos– los diarios difundieron previsiones catastróficas emitidas por esa sacrosanta y misteriosa entidad llamada “mercado financiero”. Los datos de la inflación oficial, que serían divulgados al día siguiente, comprobarían que los precios escaparon a todo y cualquier control. El viernes, los datos oficiales indicaron exactamente lo contrario: en abril, la inflación retrocedió significativamente. El noticiero apenas mencionó el tema al día siguiente. Algo raro pasa cuando 300 empleados paralizan los colectivos de una ciudad de cinco millones de habitantes, cuando los diarios alardean de lo que no existe, cuando la violencia criminal brota como brotan los hongos en el bosque después de la lluvia.
Algo muy raro.
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