EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
En la tarde de ayer, el ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, y el general José Carlos Nardi, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, embarcaron en un avión oficial que zarpó de Brasilia rumbo a Recife, capital del estado de Pernambuco. Objetivo del viaje: coordinar, con el gobernador pernambucano, João Lyra Neto, las medidas extraordinarias para garantizar seguridad a la población, que desde la madrugada de ayer estaba absolutamente a la intemperie. Una huelga general de la policía militarizada dejó a los habitantes de la capital de Pernambuco a total merced de asaltantes y saqueadores. Al menos ocho personas fueron asesinadas, y nadie tenía la cuenta exacta de cuántos comercios fueron saqueados.
El escenario hacía recordar a un día de guerra: en los hoteles, turistas literalmente confinados. Las clases fueron suspendidas, la casi totalidad del comercio cerró sus puertas y, en las avenidas de la capital, cámaras de seguridad registraban grupos de jóvenes asaltando motoristas. Minutos antes de que el avión oficial despegara de Brasilia, una llamada telefónica del gobernador advirtió al ministro Cardozo que la reunión de emergencia no se daría en la sede del gobierno provincial sino en algún lugar todavía por determinar. El motivo: no había condiciones mínimas de garantizar la seguridad del palacio y de los participantes de la reunión. O sea: el descalabro era tan grave que ni siquiera el gobernador se sentía seguro en su palacio para recibir a un ministro y al mero jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas.
En San Pablo, manifestantes llevaron el caos absoluto al ya caótico tránsito. En Río de Janeiro volvieron a circular los colectivos, pero los maestros escolares decretaron huelga. Los guardias de seguridad privada de los bancos, a su vez, mantuvieron los brazos cruzados por sexto día seguido. Resultado: las agencias no abrieron, dejando a los clientes la solitaria opción de utilizar los cajeros electrónicos. Con eso hubo tumulto en muchas agencias. Al final de la tarde, dos manifestaciones coparon el centro. Una, de maestros, reivindicando mejores condiciones de trabajo. Otra, menor, de black blocs, que al grito de “revolución o muerte” causaron tumulto y algunas refriegas con la policía.
En Vitória, capital del estado de Espirito Santo, 600 maestros reivindicando mejores salarios igualmente pusieron barreras que provocaron nudos gordianos en el tránsito. Y en Belo Horizonte, capital de Minas Gerais, manifestaciones de profesores, conductores, funcionarios municipales y quien más quiso sumarse a la fiesta sin dueño hicieron que la jornada fuese especialmente caótica.
De aquí al inicio del Mundial, o sea, en los próximos 27 días, nuevas manifestaciones fueron convocadas en otras capitales brasileñas. Hay de todo: los sin techo que reivindican vivienda marcharán en siete capitales. En otras catorce se protestará contra los gastos públicos para la realización del evento. Trabajadores de todas las categorías, de funcionarios de museos públicos a colectores de basura, de maestros a enfermeros, de agentes de tránsito a carceleros, anuncian que paralizarán sus actividades.
Es una especie de retomada de las marchas de junio y julio del año pasado, pero con dos diferencias esenciales. La primera: esta vez son movilizaciones menores, concentradas, que no llevan a centenares de miles de personas a las calles, pero logran paralizar las ciudades. La segunda: faltan pocas semanas para el Mundial y menos de cinco meses para las elecciones presidenciales.
La campaña sin tregua de los grandes conglomerados de comunicación contra el gobierno y la incapacidad demostrada hasta ahora por los estrategas de la presidenta para revertir ese cuadro alimentan la fuerte presión que se siente en las ciudades brasileñas.
Ayer, la violencia quedó circunscripta a Pernambuco; pero las imágenes de saqueos, vandalismo, asaltos e intimidaciones sirvieron para asustar a todo el país. Es un desgaste más para el gobierno y un fuerte aliciente para alimentar una insatisfacción que se “alastra” sin que nadie sepa determinar de manera exacta contra qué, o a raíz de qué.
Admitir que todo eso que ocurre –más lo que seguramente ocurrirá en los próximos días– se debe únicamente a la convocatoria a la Jornada de Lucha contra la Copa, o sea el Mundial de Fútbol, sería pecar por ingenuo. Hay algo más intenso y más nebuloso por detrás de ese escenario.
El gobierno de Dilma Rousseff dice tener argumentos para dejar claro que, al menos con relación al Mundial, no hay razones para tanto. Es verdad que los salteadores de la FIFA jamás habrán lucrado tanto, y que menos de la mitad de lo prometido en obras de estructura que permanecerán como legado del Mundial quedaron listas a tiempo. Pero algunos beneficios importantes quedarán como legado, dice el gobierno. Resumiendo: alguien supo manipular muy bien datos y retorcer cálculos. Y el gobierno ha sido incapaz de aclarar las cuentas.
Peor: no ha sabido enfrentar una situación de airada insatisfacción que, aunque parta de bases sólidas, creció y crece más allá de lo que sería justificable. La atmósfera pesada, a veces sofocante, es innegable. Pero nadie logra explicarla en toda su dimensión.
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