EL MUNDO › EN GRAN BRETAñA ARRASó EL PARTIDO XENóFOBO
› Por Marcelo Justo
Desde Londres
El terremoto UKIP en las elecciones europeas cambió el tablero político británico. Al cierre de esta edición, el eurófobo, thatcherista y antiinmigración partido liderado por Nigel Farage se situaba primero con un 29 por ciento del los votos, desplazando a la oposición laborista y a los conservadores del primer ministro David Cameron a una lucha cabeza a cabeza por el segundo y tercer puestos. Lejos, en el quinto lugar, detrás de los verdes, quedaron los liberaldemócratas que ingresaron en la duda hamletiana sobre qué hacer con su líder, el viceprimer ministro Nick Clegg: si echarlo por la borda antes de las elecciones generales de mayo o mantenerlo para no cambiar de caballo a mitad del río.
El Reino Unido elegía 73 eurodiputados de los 766 escaños que conforman el Parlamento Europeo. El mensaje fue claramente euroescéptico. En 2009, los conservadores habían salido primeros con un 27,7 por ciento de los votos, el UKIP segundo con un 16,5 por ciento y el entonces gobernante laborismo, tercero, con un 15,7 por ciento, mientras que los liberaldemócratas obtenían un 13,7 por ciento de los votos. Cinco años más tarde, el UKIP se alza con el premio mayor.
El voto protesta es típico en las euroelecciones. Pero si a este resultado se añade el de las municipales también el jueves, hay una clara tendencia que ubica al UKIP como la nueva fuerza en el escenario político británico, dominado durante todo el siglo XX y lo que va del XXI por conservadores, laboristas y, en tercer lugar, liberaldemócratas.
El partido del excéntrico Nigel Farage le ha ganado votos a los conservadores por el lado más ideológico, a los laboristas aprovechando el miedo a la inmigración de la clase trabajadora y a los liberal demócratas como voto protesta. El UKIP es thatcherista y furibundamente antieuropeo, propone separarse de la Unión Europea y una libertad de mercado a rajatabla, además de promover una agenda conservadora en lo social, es decir, está perfectamente ubicado para representar el sur del país, donde se concentra, con la excepción del multicultural Londres, lo más rancio a nivel nacional. Pero el UKIP no se limitó a este voto por derecha.
Con su discurso antiinmigratorio consiguió representar las ansiedades de un sector de la clase trabajadora que ve peligrar sus puestos por la “invasión” de rumanos, búlgaros y polacos. Esto se vio claramente en Rotherdam, un bastión rojo en el norte del país, que ha votado por el laborismo toda la vida y que en las municipales del jueves, eligió nueve concejales del UKIP impidiéndole al laborismo gobernar con mayoría propia. “El país está lleno. Calculo que hay en Rotherdam 10 mil inmigrantes. Más de los que podemos tener”, indicó al dominical The Observer Ben Middleton, un desempleado de 30 años de Rotherdam.
Los liberaldemócratas solían ser el voto protesta antes de formar una coalición del gobierno con los conservadores después de las últimas elecciones generales de 2010. Hoy son el “establishment” y el voto descontento que quiere golpear al gobierno y a la “clase política”; se canalizó al UKIP. Pero además el UKIP ha procurado moderar y acallar a los elementos más estrafalariamente reaccionarios de su partido y presentarse como moderados, rechazando una alianza en el Parlamento europeo con el Frente Nacional de Marie Le Pen.
Nadie tiene muy claro cómo remediar este avance. Una respuesta es que el éxito del UKIP se da en elecciones municipales y europeas gracias al voto protesta y el abstencionismo, pero que esta ecuación cambia en elecciones generales. Esta visión sugiere hacer la plancha y esperar a que se calme la turbulencia marcada por el ascenso del UKIP. Los partidos ya no parecen muy convencidos de esta especie de pedido al cielo para que no llueva más. “¿Qué hacer?”, se pregunta Andrew Ramsley, uno de los más importantes comentaristas políticos británicos; “hay muy poco consenso. Nick Clegg intentó un debate televisivo con Nigel Farrage y no funcionó. David Cameron intentó ignorarlo, insultarlo, descalificarlo e imitarlo. Tampoco dio resultado. Tampoco parece muy creíble que de golpe el Laborismo empiece a pedir un referendo sobre la pertenencia a Europa”, concluye.
El descontento con la política tiene su papel. En las elecciones de 1951 un 80 por ciento de los británicos fue a las urnas. En las de 2010, sólo un 65 por ciento. La crisis financiera de 2008, la austeridad de la Coalición Conservadora-liberaldemócrata y la sensación de que los políticos se han desentendido de la población envueltos por la burbuja parlamentaria londinense han contribuido a este desprestigio de los partidos tradicionales.
El laborismo ha intentado resolver esto con una serie de iniciativas que se asemejan a un programa de gobierno. El congelamiento de las tarifas de gas y electricidad, el ataque contra formas extremas de flexibilización laboral, el aumento del salario mínimo, la protección de inquilinos y un ambicioso proyecto de construcción de hogares populares forman parte de una agenda dirigida a calmar las ansiedades de la clase trabajadora, pero en un momento de descrédito de la política y los políticos tiene un problema: con la desconfianza reinante nadie cree las promesas que hacen los políticos en sus programas.
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