EL MUNDO › OPINIóN
› Por Ariel Goldstein
En 2011, cuando comenzó su gobierno, Dilma Rousseff asumió con la intención de expandir las políticas sociales, promover el “saneamiento institucional” y el mejoramiento de la eficacia de la administración estatal. En esta línea, una iniciativa que marcó el comienzo de su mandato fue exigir la renuncia de varios funcionarios gubernamentales acusados de corrupción, lo cual le permitiría recuperar la aprobación de sectores medios que se habían alejado por estos motivos durante las presidencias de Lula.
A partir de las manifestaciones de junio de 2013, Dilma experimentó una esperable dificultad para manejar la agenda pública en torno de los temas de prioridad para su gobierno. Frente a la emergencia de estas inesperadas manifestaciones, que alteraron la fisonomía del escenario político, se colocó luego de unos días de sorpresa frente a las reivindicaciones y declaró estar escuchando la “voz de las calles”, reuniéndose con varios movimientos sociales. Luego, afirmó la necesidad de realizar una “reforma política” que fuera capaz de encauzar los reclamos y replantee el financiamiento privado de las campañas públicas, lo cual ha dado origen a importantes casos de corrupción. La clase política y el PMDB, principal aliado en el Congreso, apostaron al reflujo de las demandas y se acomodaron en la continuidad, lo cual impidió avanzar con esta reforma.
Paulatinamente, y a partir de nuevas iniciativas, como el programa Más Médicos, Rousseff logró recuperar parte de la intención de voto perdida durante las primeras tres semanas de las manifestaciones. A pesar de ello, a principios de este año electoral comenzó –azuzadas por la prensa– una serie de acusaciones acerca de la compra con sobreprecio de la refinería de Pasadena, en Texas, durante la administración de Lula en 2006, lo cual nuevamente puso al gobierno a la defensiva, atacándolo en uno de los puntos que éste pretendía fuera un pilar, la eficiencia administrativa. Y sumado a ello, el ambiente de protestas previo al Mundial parece restarle a la mandataria capacidad de definir la agenda pública en torno de sus políticas.
Mientras Lula con su carisma tenía mayor capacidad para incidir en la formación de la agenda pública a través de sus discursos y articulaciones políticas en distintos puntos del país, donde hablaba de forma directa a la ciudadanía, Dilma tiene mayor dificultad. Sin embargo, Lula en la presidencia nunca tuvo que hacerse cargo de un ciclo de movilizaciones como el actual.
Acercándonos al escenario previo a las elecciones, las recientes encuestas de Ibope muestran cómo la propaganda televisiva del PT con el clivaje “el lastre del pasado” vs. “el mantenimiento de las conquistas y el futuro” mejoró la intención de voto de Dilma y clarificó en el electorado las opciones electorales en términos de dos polos. Este énfasis en las mejoras de las políticas sociales respecto del pasado, tal como se centró la campaña de Lula en 2006, es uno de los mayores legados de los gobiernos de hegemonía del PT y remite a un terreno en el cual la oposición no puede competir. El gobierno debería buscar el modo de retomar la dirección de la agenda pública en torno de dos temas, ya que en la continuidad de una valoración positiva de las políticas sociales implementadas por parte de la ciudadanía y en cómo sea interpretado el Mundial, si como “el fracaso de Brasil” o como el “gran evento de Brasil”, se definirá posiblemente el resultado de las elecciones de octubre.
- Becario del Conicet en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (Iealc).
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