Lun 30.06.2014

EL MUNDO  › OPINIóN

La Gran Guerra Imperialista

› Por Emir Sader

En 1884, las grandes potencias coloniales se reunieron en Berlín para decidir sobre la división de la dominación de Africa entre ellos. Consagraron el criterio de la “ocupación efectiva”, esto es, la potencia que ocupara realmente un país tenía derechos sobre él. Hay fronteras en el norte de Africa que visiblemente fueron definidas con regla, trazadas sobre la mesa, para facilitar el canje de territorios entre las 14 potencias colonizadoras europeas reunidas, sin importar qué pueblos vivían allí. Concluía así la división del mundo entre los colonizadores. A partir de ahí, según Lenin, cada uno sólo podría expandirse a espaldas de otros. Y como la tendencia expansiva del capitalismo es permanente, Lenin preveía que la humanidad entraba en una época de guerras interimperialistas.

La previsión se cumplió de forma rigurosa y dramática. Las dos grandes guerras que coparon la historia de la humanidad en la primera mitad del siglo XX han sido exactamente eso: guerras interimperialistas. Dos grandes bloques entre, por un lado, las potencias que se habían adueñado inicialmente de gran parte del mundo, lideradas por Inglaterra y Francia, enfrentadas a las que llegaban a la repartición del botín tardíamente –Alemania, Italia, Japón– y que buscaban redividir los territorios colonizados.

Por haber resuelto la cuestión nacional, con la instalación de estados nacionales antes que los otros países europeos, sobre todo Inglaterra y Francia, han podido construir su fuerza militar –en particular marítima– y ubicarse en mejor situación para la conquista y consolidación de un imperio colonial.

Alemania, Italia y Japón tardaron más para su unificación nacional, por la fuerza relativa más grande de las burguesías regionales, con lo cual llegaron a la arena mundial en inferioridad de condiciones. Han tenido que valerse de regímenes autoritarios para acelerar su desarrollo económico, recuperando el retraso respecto de las otras potencias mundiales.

La Primera Guerra Mundial, más allá de las contingencias de su comienzo, fue eso: una gran batalla entre los dos bloques por la repartición del mundo, especialmente de los continentes periféricos. (Alemania llegó a proponer a México que le devolvería los territorios que Estados Unidos le había arrebatado, en caso de que se sumara al bloque liderado por ella.)

Por detrás de las dos grandes guerras estaba la disputa por la hegemonía mundial. La decadencia inglesa veía asomarse dos potencias emergentes –EE.UU. y Alemania–. Al inicio de la Primera Guerra, primó en Estados Unidos la corriente aislacionista, como si la guerra fuera un tema europeo. Pero conforme Alemania avanzaba para triunfar, se desarrolló rápidamente una campaña ideológica interna para movilizar a los norteamericanos para la participación en la guerra.

1917 fue decisivo porque, con la revolución bolchevique, Rusia se apartó de la guerra –conforme la premisa de Lenin, de que se trataba de una guerra interimperialista–, mientras Estados Unidos ingresaba en la guerra, haciendo que la balanza se inclinara hacia el bloque anglo-francés.

Con la Segunda Guerra –en verdad el segundo round de una misma guerra, con las mismas características y un intervalo de pocos años– y la segunda derrota del bloque formado por Alemania, Italia y Japón, se allanaba el campo para la hegemonía imperial norteamericana. Guerras interimperialistas, las más crueles de todas las guerras, en el continente que se consideraba el más civilizado del mundo, para dirimir la disputa hegemónica entre las potencias capitalistas sobre la dominación global. El inicio de la primera, del que se cumple ahora un siglo, fue el comienzo de esa gran debacle europea.

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