Mié 02.07.2014

EL MUNDO  › OPINIóN

Un trabajoso paso adelante

› Por Atilio A. Boron

El pasado jueves 26 de junio, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, con sede en Ginebra, sometió a votación una iniciativa de Ecuador y Sudáfrica tendiente a crear un grupo de trabajo para elaborar “un instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre las empresas transnacionales y otras empresas”. La propuesta tenía como objetivo avanzar en el armado de un marco legal regulatorio del comportamiento de las grandes corporaciones para impedir los abusos o las violaciones a los derechos humanos producidos por sus actividades. Los considerandos del proyecto se apoyaban en las numerosas resoluciones y normas de las Naciones Unidas relativas a la protección de los derechos humanos e, indirectamente, en una propuesta ventilada en el seno de esa organización en los ’70.

En aquella oportunidad, la inercia todavía latente de los procesos de descolonización en Asia y Africa y el surgimiento de gobiernos progresistas y de izquierda en América latina (el Chile de Allende, la Asamblea Popular de Juan J. Torres en Bolivia, la Revolución Peruana de Velasco Alvarado y la presidencia de Luis Echeverría en México) hicieron posible la construcción de un amplio consenso en el seno de la ONU relativo a la necesidad de someter a las empresas transnacionales a reglas de carácter universal, más allá de las que pudieran adoptar los Estados, en muchos casos demasiado débiles para resguardar la soberanía nacional. De ahí que esa iniciativa diera origen a ásperas controversias, agravadas por los efectos de la llamada “crisis del petróleo” de 1973, entre el bloque de gobiernos del capitalismo avanzado –liderado por Estados Unidos y secundado por los países europeos y Japón– y el por entonces Grupo de los 77 más los países que por entonces conformaban el campo socialista. Las tácticas dilatorias de los primeros, sumadas a la esclerosis burocrática de los organismos de Naciones Unidas, precipitaron el abrupto fin de las negociaciones cuando, con la elección de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, las burguesías metropolitanas pasaron a la ofensiva, derrotaron a los movimientos y fuerzas políticas que desde Mayo de 1968 acosaban la dominación del capital y eliminaron de la agenda de la ONU el proyecto. Hasta ahora.

La propuesta discutida en Ginebra retomó, con las necesarias actualizaciones, algunas de las preocupaciones que motivaron aquel intenso debate de los ’70. Sólo que en este caso, y en el seno del CDH, la iniciativa fue puesta a votación y aprobada, por escaso margen, pero aprobada al fin. Votaron a favor de la propuesta de Ecuador y Sudáfrica un total de 20 países, con 14 votos en contra y 13 abstenciones. Lo preocupante del caso es que de los 9 países de América latina y el Caribe que integran el CDH sólo dos acompañaron con su voto la iniciativa ecuatoriana: Cuba y Venezuela. Desgraciadamente, Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, México y Perú se abstuvieron. En cambio Argelia, China, Filipinas, India, Indonesia, Pakistán, Rusia y otros acompañaron la resolución al paso que, previsiblemente, Estados Unidos, los países europeos y Japón votaron por la negativa. ¿Cómo pudieron los representantes de esos seis países de América latina y el Caribe no solidarizarse con una iniciativa del Ecuador y Sudáfrica, víctimas de brutales saqueos a manos de las transnacionales, como lo prueba de manera espeluznante el desastre ambiental y humano dejado por la Chevron en la Amazonía ecuatoriana? ¿O es que pueden ser tan ingenuos (para no utilizar un término más ofensivo) como para suponer que la catástrofe producida en ese país es un desafortunado accidente que para nada refleja el modo de actuación de las grandes empresas, sobre todo en los países de la periferia? Puede ser comprensible que Chile, Costa Rica, México y Perú –países seducidos por el canto de sirena y las engañifas de la Alianza del Pacífico y sumamente proclives a obedecer las órdenes de la Casa Blanca– se hayan plegado al mandato de Estados Unidos y sus aliados. ¿Pero cómo explicar que también lo hayan hecho Argentina y Brasil?

Para comprender los alcances de esta iniciativa, nada mejor que reproducir las declaraciones de Stephen Townley, el representante de Estados Unidos ante el CDH. Conocido el resultado de la votación, dijo que “Estados Unidos no participará en esta iniciativa de crear un grupo de trabajo con los propósitos ya establecidos y alentaremos a otros miembros del CDH a actuar de la misma manera.” “Alentaremos” quiere decir, en este caso, “presionaremos”, tal como su país lo hiciera para impedir la creación de la Corte Penal Internacional. Como diría el maestro Noam Chomsky, ¡he ahí una clase práctica de lo que Washington entiende por democracia! Si se vota lo que EE.UU. quiere, su resultado es aceptado; en caso contrario, la “regla de la mayoría” se arroja al cesto de la basura y el imperio declara su repudio a la nueva norma y promueve la generalización de su desobediencia. En otras palabras: Washington se opone ex ante a cualquier proyecto de regulación de las transnacionales y de protección de los derechos humanos aun sin saber cual habrá de ser su contenido y si finalmente se concretará en un tratado o convenio internacional. Previsiblemente, los peones europeos siguieron la voz del amo y con impúdica deshonra se apresuraron a declarar lo mismo, arrojando por la borda los últimos restos de la tradición democrática europea.

Para concluir: una victoria muy importante y que pese a la deplorable deserción de algunos países de América latina y el Caribe cuenta con el aval de la constelación de actores que en la vida práctica están dando a luz un nuevo orden internacional crecientemente multipolar y en el cual la hegemonía de Estados Unidos se encuentra cada vez más menoscabada. Asombra la deserción de Brasil, apartándose de sus socios del Brics que en su totalidad votaron a favor de la propuesta de uno de sus miembros, Sudáfrica, lo que pone de relieve, por enésima vez, la clásica anfibología de Itamaraty: estamos en el Brics, pero subrepticiamente votamos con Estados Unidos. Sorprende y mucho consterna la defección de la Argentina, que tiene más de un motivo para preocuparse por el tema dada la creciente importancia que la explotación de los recursos mineros e hidrocarburíferos tiene en su actual estrategia económica y la sintonía política existente con el gobierno de Rafael Correa. Confiemos en que esta vez, a diferencia de lo ocurrido el siglo pasado, una nueva versión del código de conducta de las transnacionales pueda ser aprobado y llevado a la práctica para poner fin a sus interminables tropelías. Y que los países latinoamericanos que la semana pasada se abstuvieron –sobre todo Argentina y Brasil– replanteen su postura y colaboren activamente en las labores de la comisión que estará encargada de preparar la nueva normativa. Fue un pequeño, pero significativo paso adelante. La mejor prueba de esto es la desaforada reacción de los representantes del poder de las transnacionales, que no ahorrarán esfuerzos para frustrar la concreción de la digna y valiente iniciativa propuesta por Ecuador y Sudáfrica.

* Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.

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