EL MUNDO › OPINION
› Por Horacio González
El conflicto en Medio Oriente es muy antiguo, pero también depende de la antigüedad que queramos darle para participar con compromiso y serenidad en su interpretación. Si apenas postuláramos que se vuelva a los acuerdos de Oslo de 1993, se demostraría que siempre convivieron varios sentimientos en relación con la posición de una solución no bélica del conflicto. En primer lugar, era posible la reunión de dirigentes de ambos sectores; eran dirigentes que habían participado en álgidas confrontaciones y al cabo de complejas valoraciones llegaban a la conclusión de que era posible un acuerdo de paz; en segundo lugar, la oposición que esos dirigentes tenían en sus propias filas y su implícita conciencia oscilante respecto a la dificultad de los pasos a dar; y luego, la oposición calificada que muchos de ellos recibían de importantes sectores intelectuales o políticos inscriptos en sus propias filas.
En los referidos acuerdos de Oslo, los firmantes, Yitzhak Rabin y la OLP, Organización para la Liberación de Palestina dirigida por Yasser Arafat, hicieron un notable esfuerzo de paz, avalado por los antecedentes de cada uno en relación con sus anteriores posturas belicistas. Se había dispuesto que en un período de cinco años se debía establecer la Autoridad Palestina en Cisjordania y la Franja de Gaza y atender consecuentemente la cuestión de los refugiados. Rabin había sido un importante jefe de la Haganá –uno de los grupos militares que prefiguran el ejército israelí– y miembro del Partido Laborista, sucesor de Golda Meier, quien era prominente figura de la Histadrut (central obrera) y del Mapai (luego Partido Laborista). Se había dado a conocer en Oslo una carta de Arafat, que reconocía a Israel el derecho a existir a cambio de que ésta cediera el control de los territorios palestinos ocupados. La fórmula divulgada establecía “territorios a cambio de paz”, curioso canje pero de gran poder explicativo. Luego Rabin sería asesinado por un joven de la ultraderecha israelí. Ya antes, también en Camp David, se habían intentado los acuerdos de Answar El Sadat y Begin, es cierto que motivados por el giro del presidente egipcio hacia la política pronorteamericana, enfrentando así a la Libia y a la Unión Soviética de aquellos tiempos, pero no por eso debe ser ignorado para lo que aquí nos interesa: mostrar que sobre la disputa territorial al mismo tiempo secular y religiosa, iban convergiendo fuerzas que preparaban una guerra que parecía abonada por el ímpetu recóndito de las cosas –el inconveniente giro neoteológico que iban tomando todas las acciones militares—, pero también surgían de esos mismos guerreros, cíclicos intentos de paz. La disputa tenía rebordes trágicos, pues en esas tierras todos los pueblos involucrados tenían raíces milenarias, judíos, árabes y también cristianos, pues es el mismo “locus histórico” que no por nada lleva a que Torcuato Tasso, en el siglo XVI, publicase la célebre Jerusalem Liberata.
El asesinato de Sadat por parte de los grupos ultristas musulmanes en 1981 ya había dispuesto las piezas de la confrontación sobre su límite: líneas de fuerza tensadas al máximo y metódica imposibilidad de la paz. Sobre el estrecho camino de Camp David y Oslo, Arafat y Ehud Barak intentaron un nuevo acuerdo en julio de 2000, en presencia de Clinton, éste siguiendo el gesto anterior de Jimmy Carter. Los posibles acuerdos fracasan y no queda nada escrito. Todo se esfuma. Es que las partes parecían dispuestas a reunirse, pero también metódicamente dispuestas a dudar de cualquier acuerdo firmado, en gran medida, por lo que el intelectual judío Meschonic denunciaría como el fatal vuelco hacia la teología-política que experimentaba el viejo conflicto. Ese estado de sospecha perdura hasta hoy, donde cada cual imagina el símbolo de extenuación que definirá mutuamente a las colectividades enemigas, mientras siguen sucumbiendo civiles, sobre todo del lado palestino. Pero las raíces modernas de esta actitud escéptica –la paz no sería posible– podemos encontrarla en los más variados testimonios sobre la tragedia cultural que acecha las definiciones sobre el conflicto. En 1979 el fino intelectual palestino Edward Said (crítico literario, músico, autor del gran libro Orientalismo) rompe con Sartre y poco después con Arafat, en un caso debido a lo que interpreta que son las vacilaciones (o la “chochera”) del autor de El ser y la nada, y en el otro, lo que percibe como indebidas concesiones en los acuerdos de Oslo. La crónica de Edward Said de su distanciamiento con el grupo de Sartre, en París, en una reunión de la revista Les Temps Modernes sobre la cuestión palestina (en la que asimismo participaba Foucault), es un escrito fundamental sobre las fronteras del juicio en el seno de las biografías intelectuales de la época.
No aplicamos a cualquier cosa el término tragedia. Y nunca nos burlamos de él, aparezca como aparezca. Lo que a Edward Said le molestó de Sartre, que con toda energía repudió el colonialismo francés en Argelia –también ejercido a través de la construcción de asentamientos de colonos—, es que titubeó en hacerlo con el Estado de Israel. Tal cosa no era (creemos) fruto de su dificultosa vejez, sino del dilema ontológico que el máximo intelectual de la época no estaba dispuesto –así nomás– a desanudar. Ese nudo persiste. ¿Por qué Sartre se allanaría a decir enteramente lo que quería el partido palestino o el partido israelí, sin considerar la espesura histórica del conflicto? Sin duda, no deseaba Sartre resolver con un panfleto fácil de escribir –como si lo hiciéramos hoy reiterando nuestras añoradas fórmulas tercermundistas de décadas anteriores—, acusando de faccioso a un único sector, descuidando las consecuencias paradojales que esto podría tener. Pues todos sentimos la puntada profunda cuando el misil cae sobre pueblos enteros (y en su singularidad dramática, cuando mueren niños en una playa o parroquianos en un café de Gaza viendo el mundial de fútbol, que millones en el mundo festejaron de maneras bien otras), pero una palabra nuestra mal dicha, sólo satisfactoria para nuestros ensueños revolucionarios antes acariciados, sólo satisfactoria para nuestra valoración indulgente de antiguos militantes deseosos de complacencias con nuestros recordados ritos insurrectos, una sola palabra, digo, mal dicha, puede ser una profunda irresponsabilidad que ocasione más muertes en vez de conjurarlas. La familia de Franz Fanon, fallecido éste, retiró el famoso prólogo de Sartre de Los condenados de la tierra, debido a la ausencia de condena sartreana sobre el Estado de Israel. Este hecho prueba la radical dificultad del tema, antes que indicar un procedimiento que resolvería la ansiedad por pronunciarse.
Ya se consiguió retroceder muchos casilleros con el ascenso de las acciones militares que se desencadenan contra la población civil, sobre todo ahora de la Franja de Gaza, cuyos habitantes desesperados ven estrechar progresivamente sus mínimas condiciones de existencia. ¡Retroceso grave! Retroceso respecto de antiguos acuerdos que no pudieron prosperar debido a diversos actos de disconformidad armada que históricamente provinieron del interior ultrista de ambos sectores en pugna. En primer lugar, es necesario aceptar la irreversibilidad de la creación el Estado de Israel y sin embargo hay que seguir indagando en los fundamentos de esa fundación. Nunca dejó de estar en juego una diferencia entre hogar nacional y Estado nacional. La primera es una acepción ambigua, teñida de deseo mesiánico, y deja flotar un sentido misional abierto, redentor de territorios erróneamente considerados vacíos, pues tienen ocupantes históricos, los pueblos palestinos, entre otros, mencionados así desde los tiempos romanos. Tan antigua y venerable denominación (aunque proveniente de uno de los más antiguos imperialismos), para muchos dirigentes políticos obnubilados que presionan hacia una infinita derechización del Estado de Israel, parecería avalar su condición de “pueblo sobrante”. Pero no, el pueblo palestino es un pueblo testigo. En primer lugar es la ciudadanía israelí –y hay muchos testimonios de que esto es así– la que debería valorar qué cosa y que trama es la que constituye a un pueblo testigo.
De alguna manera lo dice Mahmud Darwish, el gran poeta nacional palestino, quien por la misma razón de Said también había abandonado a Yasser Arafat, quien a pesar de todo, no podemos juzgar hoy que estuviese equivocado. Para quienes no somos ni árabes ni judíos, nuestra principal obligación al pronunciarnos es ver las dificultades inherentes al hablar del tema, por lo que debemos comenzar abrigando las vetas existentes también en la fundación argentina –a pesar de todo, sí, un humanismo político activo y una sensatez inspirada en nuestro propio desgarramiento—, sin aplicar fórmulas de nuestra singularidad social a un terreno que tiende erróneamente a parecernos propicio para una obvia y fácil toma de partido. Nada aquí es obvio. El Estado de Israel todo tiene para invocarse más dignamente si en vez de la consigna del hogar nacional, invoca la menos promesante, pero también la menos belicista (y más eficaz) fórmula contemporánea del Estado nacional. Como decía Ernst Renán (aplicaba esta fórmula al islamismo, pero vale para todos), era en los momentos en que quedaba autocontenida la intensidad religiosa –hoy diríamos el integrismo—, cuando se desplegaría con más brillo la vida científica, el compromiso intelectual, la reflexión desprejuiciada, la serenidad cognoscitiva. La historia cultural vastísima de ambos pueblos lo confirma. Historia de la que en gran parte, nosotros, argentinos, somos remotos herederos, en los múltiples mestizajes ocurridos y los que aún nos esperan. En estos términos, quedaría clara la afirmación de la coexistencia entre dos Estados, el israelí y el palestino, coexistencia cuyos problemas no ignoramos –por eso condenamos la gratuidad profunda de los bombardeos—, pero sabiendo que para decir con severidad estricta, no debemos improvisar sobre la base primaria de nuestra cómoda politización inmediata, en un embarazoso terreno ya abonado por una “teología-política” que lo lleva a confines infaustos. En este debate sí podemos intervenir. En nuestro país, hay que releer –estando o no de acuerdo con ellas– las originales reflexiones de León Rozitchner sobre la cuestión judía. León: heredero de las reflexiones bajo ese mismo título de Marx, Bruno Bauer, Sartre, de quienes partiría, criticándolos a su vez a ellos.
También hay que remontarse, más modestamente, a las sucesivas declaraciones de las Naciones Unidas, sobre todo a la Resolución 242, luego de la guerra de 1967, que adquiere hoy un enorme valor, al mencionar la retirada del ejército israelí de territorios ocupados y el “respeto y reconocimiento de la soberanía y la integridad territorial y la independencia política de cada Estado de la región, y su derecho a vivir en paz en el interior de fronteras reconocidas y seguras, al abrigo de amenazas y actos de fuerza”. ¡Parecen ingenuidades hoy! Pero son palabras que hay que recoger. Recordamos asimismo la Resolución 446 de 1979, que declara que la creación de asentamientos por parte de Israel en los territorios árabes ocupados desde 1967 “no tiene validez legal y constituye un serio obstáculo para el logro de una paz completa, justa y duradera en el Oriente Medio”. Además, exhorta a Israel para que, como potencia ocupante, respete escrupulosamente el Convenio de Ginebra relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra, rescinda sus medidas anteriores y “desista de adoptar medida alguna que ocasione el cambio del estatuto jurídico y la naturaleza geográfica y que afecte apreciablemente la composición demográfica de los territorios árabes ocupados desde 1967, incluso Jerusalén, y, en particular, que no traslade partes de su propia población civil a los territorios árabes ocupados”.
Se dirá que son papeles viejos. Pero son papeles a los que hay que volver (todos tienen que volver), para detener tanta destrucción, y para que los pueblos del mundo puedan influir en la trasmutación del ya tan largo conflicto en una futura e inmediata existencia mutua de dos Estados de fronteras mutuamente respetadas e históricamente equilibradas, el Estado Palestino y el Estado de Israel.
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