EL MUNDO › OPINION
› Por Noé Jitrik
La dramática situación que afecta a Gaza y a Israel ha dado lugar a una oleada de pronunciamientos; unos denuncian a Israel por los feroces bombardeos y las víctimas civiles que ocasionan y, desde luego, simpatizan con la causa de Gaza; otros justifican las acciones israelíes y toman partido pero casi todos, de un tipo a otro, y sobre todo los que no optan por uno u otro en esta contienda, claman por la paz.
Nada más justo y humano; ni siquiera los más feroces y decididos guerreros estarían teóricamente en contra pero, arrastrados por los acontecimientos, ven cómo esa humilde y maravillosa palabra se deshace ante los ojos y, como si no se pudiera hacer otra cosa, se internan en la guerra, algunos lamentando la destrucción que implica, otros regocijándose por la que provocan y, en todos los casos, cuando tales guerras concluyen celebrando, por fin, la paz, triste paz, que sobreviene.
Todo indica que siendo irreductibles las posiciones ese noble objetivo no se logrará, al menos en lo inmediato. Estamos en lo que mi recordado Fernando Ulloa definía como “una encerrona trágica”. Y, para entrar en materia, se diría que muchos condicionales se interponen para lograr la paz. Si, como sostiene Hamas, Israel es un invento de invasores y, como sostiene Israel, Hamas es un conjunto de terroristas, no es probable que ambas afirmaciones desaparezcan o sean, siquiera, mínimamente corregidas. Por empezar, Hamas debería dejar de lanzar cohetes y, más aún, debería deshacerse de su armamento, actitud impensable si se trata de expulsar a ocupantes ilegítimos, no hablemos de reconocer a Israel; Israel debería retirar a los colonos de Cisjordania, no hablemos de reconocer a Gaza, y, más aún, desmilitarizarse, renunciar a todos sus logros, actitud impensable si se trata de permanecer en una tierra conseguida con esfuerzos y, punto siempre a recordar, otorgada, de mala gana, por las potencias que vencieron al nazismo, gestor y autor de uno de los peores intentos de destrucción de los judíos de que se tiene memoria. Dos hechos de fierro se oponen.
¿No sería el momento de considerarlos como hechos, de fierro, en lugar de contemplar la destrucción, lamentarse por ella y hacer declaraciones que sólo hacen sentir que se está en lo correcto? No deja de ser ilustrativo recordar situaciones análogas: Texas era territorio mexicano; colonos gringos instalados allí terminaron por reivindicar como propio el territorio y México se encontró impotente para impedirlo: ¿sería pensable que México lanzara ahora cohetes sobre Austin, Houston y Dallas para expulsar a los ocupantes? No la Argentina, sino los ocupantes de la Casa Rosada, porque tenían armas, decidieron recuperar las islas Malvinas, y así nos fue y, como no hay mal que por bien no venga, la lógica de las armas tuvo que retroceder, la dictadura tuvo que recular y la democracia se reinstaló, con gran contento de todos, aunque las Malvinas siguen tan lejos y ocupadas como antes.
Y considerar los hechos, por más duros que sean, supone la posibilidad de llegar a algún acuerdo, palabra no tan convencional como parece, puesto que tiene que ver, remotamente, con corazón. Y, desde luego, implica conceder lo cual, a su vez, descansa sobre reconocer. ¿No es este mecanismo acaso el modo en que podemos seguir viviendo no sólo en sociedad sino aún en lo más íntimo y personal? ¿No es un acuerdo la conyugalidad y el sexo? La violación es un hecho brutal, pero sobre todo es la ruptura de un acuerdo. ¿Es tan difícil entender esto?
Difícil, desde luego, el acuerdo cuando están en juego simetrías desconcertantes; la primera es que ambos contendientes parten de identidades cuyas raíces están en lo indiscutible por excelencia, la religión, única verdadera en ambos casos; la segunda, que no se aman y no se entienden y que no están dispuestos a hacerlo; la que sigue es la afirmación del mismo derecho a la tierra; la otra es que la mayor parte de los recursos económicos de que disponen o podrían disponer se disipan en armamentos. Pero también cuentan las disimetrías que son tan agobiadoras como las otras: Israel tiene un poder militar incuestionablemente mayor y más perfecto que los otros, posee una estructura productiva incomparablemente más eficiente, ha desarrollado una ciencia altamente sofisticada que Gaza no tiene, aunque podría tener o querer tener, la lista de desequilibrios es interminable.
Considerando sobre todo lo disimétrico, Israel podría “ofrecer”, Gaza podría “obtener”. ¿No sería este juego semántico un punto de partida para evitar humillaciones de unos y soberbia de otros? ¿No sería esta relación un justo vuelco del que más posee en todos los órdenes al que posee menos sin por ello generar esclavitud o sometimiento? ¿No sería esto un principio del acuerdo?
No creo que haya otro camino: si en esta escalada, Gaza es liquidada, el triunfo israelí sería pírrico, perdería mucho más de lo que podría ganar; que Gaza gane en este enfrentamiento se parece más a una expresión de deseos que a una posibilidad concreta, y si sucediera, no por eso lograría paz ni objetivos que tampoco ha presentado demasiado claramente. Tal como están las cosas el final son dos ruinas, no una sola, y para que no haya ninguna ruina no hay otra manera que cesar y hablar, el lenguaje de las armas no sirve, es de una falsa elocuencia y sólo sirve para dar satisfacción a quienes voluntaria o involuntariamente han renunciado al uso de la palabra.
Lo que está pasando en esos lugares debe pasar también en otros, aunque más ocultamente y en otros términos. Parece una fatalidad que persigue a la humanidad desde que el mundo es mundo y si bien de pronto no hay más remedio que enfrentarlo, se supone que porque la razón ha caducado y sus esfuerzos por sobrevivir son solamente patéticos, ¡a la guerra! Y ahí van todos, de grado o por fuerza, la patria está en peligro. Algunos, más sabios, o más cautos, pero con armas en la mano, asumen esa fatalidad: “Si vis pacem, para bellum”, o sea “si quieres la paz prepárate para la guerra”, es un adagio, o más bien un pensamiento que se ha instalado en el subconsciente humano desde hace más de veinte siglos y que parece el colmo de la sensatez. Porque por un lado supone que siempre hay enemigos y por el otro que los enemigos comparten, simétricamente, esa filosofía, si no es excesivo llamar filosofía a esa precaución.
Me atrevería a pensar que todo esto tiene que ver con un núcleo básico, el armamentismo, palabra que arrastra muchos hechos. Es algo sabido: los únicos que se benefician con estas guerras son los fabricantes y vendedores de armas, una legión de seres que se desplazan en las sombras, perciben con órganos filosos lugares y personas rodeadas por enemigos o enemigos ellas mismas y acuden en el momento preciso para que la enemistad concluya sin vueltas. Esto no es ninguna novedad, tal vez lo sea el que los seres humanos, desde el Neanderthal hasta el vecino, crean o sientan que están amenazados ya porque otros los amenazan, ya porque quieren defender a como dé lugar lo que poseen. La piedra, el garrote, la lanza, la espingarda, la muralla, la cota de malla, el fusil, el cañón, el tanque, el misil, la bomba, lo cada vez más potente viene en auxilio del que siente que la amenaza crece en lugar de disminuir. Y, de ahí el ejército, las “fuerzas armadas” que virtualmente están destinadas a defender virtuales, y a veces concretos, reales o inventados, enemigos.
En eso estamos y eso me pone triste. Es como si razonar y pensar y procurar entendimiento careciera de sentido porque, sin duda, las muertes que contemplamos como su sublime y encantador resultado se lo quitan implacablemente.
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