EL MUNDO › OPINIóN
› Por Robert Fisk *
En el momento en que Estados Unidos amplió su guerra contra el Estado Islámico (EI) en Siria, el presidente Bashar al Assad ganó más apoyo militar y político del que cualquier otro líder árabe pueda vanagloriarse. Con las bombas y misiles que explotan en el este y el norte de Siria, Assad ahora puede contar con Estados Unidos, Rusia, China, Irán, la milicia Hezbolá, Jordania y una serie de ricos países del Golfo para mantener vivo su régimen. Si alguna vez el viejo proverbio árabe –“el enemigo de mi enemigo es mi amigo”– contenía alguna sabiduría, Assad comprobó que era cierto.
En su casa de Damasco, el líder sirio puede reflexionar acerca de que la nación más poderosa de la Tierra –que el año pasado quiso bombardear su país hasta el olvido– está ahora atacando a sus enemigos más feroces. Sunnitas sauditas, cuyas donaciones de “caridad” financiaron al “Estado islámico” también sunnita, ahora encuentran que su gobierno supuestamente ayuda a Estados Unidos para destruirlo. Como el Irán chiíta y sus protegidos de Hezbolá combaten a los verdugos sunnitas y cortadores de cuello en el terreno, caen bombas y misiles estadounidenses para destruir a los enemigos frente a ellos.
Desde que Churchill se alió con Stalin en 1941, un antiguo amigo de la Alemania nazi, ningún presidente puede haber encontrado un antagonista temible transformado tan rápidamente en un hermano de armas. Pero –y es un gran “pero”– el régimen sirio baasista no es tan estúpido como para tomar la palabra “amigo” en serio. Tampoco debemos hacerlo nosotros. Obama es la última persona con la que Assad querría asociarse –como no se lo tiene que recordar Vladimir Putin– y el régimen sirio observará con la más profunda preocupación mientras el uso promiscuo de la fuerza aérea de Estados Unidos se extiende inexorablemente e incluye más y más objetivos fuera de su objetivo declarado.
Al margen de las bajas civiles en la provincia de Idlib, los blancos de Estados Unidos sobre Al Qaida vinculada con Jabhat al Nusra sugieren que el Pentágono tiene algo más que el EI en la mira. Por ejemplo, ¿qué tan pronto se está, antes de que un misil explote en un depósito de armas del régimen sirio –por “error”, por supuesto– u otras instalaciones del gobierno? Como Estados Unidos decidió financiar y entrenar a la llamada “oposición moderada” para luchar contra el EI y el régimen sirio, ¿por qué no bombardearía a ambos enemigos? ¿Y cómo los sirios, que apoyan a lo que queda de estos “moderados”, reaccionarán a las bombas estadounidenses en Idlib que mataron a sus compañeros civiles en lugar de las fuerzas de Assad –bombas, de hecho, que parecen haber sido tan letales como las municiones lanzadas sobre ellos por aviones de Assad–?
En cuanto a los árabes del Golfo, no hay, hasta ahora, evidencia de que físicamente bombardearan algún blanco en Siria. Sólo Jordania afirmó haber atacado al EI; el resto de los aliados del rey Abdullah en la árabe “coalición de los dispuestos” –qué rápido nos olvidamos de que ésta era la expresión de George W. Bush para aquellas naciones que apoyaron la invasión de Irak en 2003– parece haber limitado su cooperación a proporcionar pistas de aterrizaje, darles combustible a los aviones y quizá patrullar las tranquilas aguas del Golfo. En sus audiencias en el Capitolio la semana pasada, los congresistas lo asediaron a preguntas al secretario de Estado John Kerry sobre cuántos aviones árabes estarían bombardeando al EI.
Los árabes del Golfo, después de todo, han estado aquí antes. Recuerdan claramente las afirmaciones exageradas de éxito militar aéreo –de bombas inteligentes que no asesinan a civiles, de los misiles de crucero que destruyeron refugios y campos de entrenamiento y los “centros de comando y control” en 1991 y 2003–. Todo resultó ser un menú de guerra arriesgado. Sin embargo, ahora los estadounidenses están recalentando esos antiguos bocadillos para el conflicto del EI.
¿Estaban estos islamistas “guerreros” realmente sentados –bebiendo té, tal vez– en “campos de entrenamiento” para que los estadounidenses pudieran matarlos? ¿El EI se jacta acaso de tener un “centro de comando y control” –un bunker de computadoras y parpadeantes indicadores de objetivos– en lugar de un puñado de teléfonos móviles? Sin embargo, se dijo que había sido destruido, nada menos que un “centro de control y comando”. Y, como tantas veces en medio de la emoción de una nueva escalada del conflicto, los “expertos” y los decrépitos ex embajadores en nuestras pantallas tienen que hojear uno o dos libros de historia antes de explicar “nuestras” acciones. El “Estado islámico” fue creado a partir de Al Qaida en Irak, que absorbió la resistencia antiestadounidense a la ocupación. Si los señores Bush y Blair no se hubieran embarcado en la aventura iraquí, ¿alguien piensa que Estados Unidos estaría ayudando a Assad para destruir a sus enemigos hoy?
“Ironía” no está a la altura de las palabras del “enviado de paz” en el Medio Oriente, quien se transformó esta semana en un enviado de guerra ofreciendo la perspectiva de más tropas occidentales en el mundo musulmán. ¿Se supone que el régimen sirio debe reír o llorar?
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
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