EL MUNDO › OPINION
› Por Ariel Dorfman *
Hace catorce años, comencé un artículo en este periódico con las palabras: ¿Quién conoce a Kailash Satyarthi?, con la certeza de que mis lectores no tendrían la menor idea acerca de la persona a que me refería.
Ahora, gracias al Premio Nobel de la Paz que acaba de conferirle la academia noruega, todo el mundo sabe la respuesta a esa pregunta.
Si mencioné en el año 2000 el nombre de Kailash era porque me parecía una injusticia que un hombre dedicado ya en ese entonces a rescatar niños de la esclavitud fuera absolutamente ignorado, hasta en la propia India, donde llevaba a cabo sus hazañas. Y por mi parte no habría cruzado su camino de no haber sido que era uno de los protagonistas de una obra teatral mía, Voces contra la oscuridad, sobre defensores de derechos humanos basados en un libro de Kerry Kennedy. Y fue precisamente a fines del año 1999, en el Kennedy Center, que me hice amigo de Kailash, que había ido a Washington para el estreno mundial de la obra. Fue el primero de muchos encuentros y una nutrida correspondencia en torno de cómo publicitar la vida aterradora que llevan millones de pequeños en todo el planeta, sometidos a una explotación inmisericorde tanto tiempo después de la abolición legal de la esclavitud.
Dos iniciativas suyas me llamaron particularmente la atención.
La primera era un boicot a los productos hechos por las manos de los niños enjaulados, golpeados, reventados, en un cautiverio que se debía muchas veces al secuestro y otras veces a la venta por parte de padres que necesitaban desesperadamente dinero para alimentar al resto de la familia. Rechazar, por ejemplo, la compra de alfombras tejidas en la India por dedos muy pequeños y aptos, la idea de que es posible pisar una alfombra creada en base al sufrimiento de seres inocentes.
La segunda idea de Kailash era organizar marchas de niños de todo el mundo para llamar la atención sobre las terribles condiciones en que viven tantos y tantísimos jóvenes, exigir nuevas legislaciones y que se cumplan las existentes.
Kailash era muy modesto para el héroe que había salvado tantos niños y me costaba imaginar cómo este hombre tranquilo, de modales suaves, podía tomar por asalto las fábricas y predios donde los chicos estaban encerrados, liberarlos, llevarlos a hogares que él mismo había habilitado o devolviéndolos, cuando fuera posible, a sus parientes.
Y el amor a los niños nacía desde muy adentro de su experiencia más entrañable.
Me contó –y se convirtió en una escena fundamental de mi obra teatral– cómo le había nacido la vocación.
Teniendo siete años, fue por primera vez a la escuela y notó que, en la puerta del establecimiento, había un chiquito de su misma edad que lustraba zapatos. En vez de entrar al recinto, como todos sus compañeros, fue a preguntarle al niño por qué él se quedaba afuera de la escuela. El chico respondió: “No puedo, no me dejan”.
Kailash no se conformó con la respuesta.
En su primera clase, levantó la mano y preguntó acerca del niño. ¿Por qué alguien como yo va a la escuela y él no?
El profesor se molestó y siguió molesto cuando Kailash no aceptó su explicación de que así eran las cosas. Y también se incomodó su propia madre cuando Kailash, al retornar a casa, la interrogó respecto de esa desigualdad. Es un “intocable”, es lo que le corresponde.
Para Kailash estas respuestas no eran convincentes. Y dedicó el resto de su existencia a luchar en contra de esa injusticia.
Y ahora la pregunta ya no es ¿Quién conoce a Kailash Satyarthi?
Ahora la pregunta viene a ser: ¿Por qué hemos tardado tantas décadas en saberlo? ¿Por qué todavía hay tantos niños que necesitan su ayuda?
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.
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