EL MUNDO › OPINION
› Por Sergio Kiernan
En Sudáfrica, las villas miseria tienen el pudoroso nombre de townships (poblados) y, sea el idioma que se hable, esta palabra se usa siempre en inglés. Como Africa entera es una sopa de letras, donde es normal que un Estado tenga trece idiomas oficiales y un mendigo hable cuatro, los préstamos de lengua a lengua nunca son inocentes. Un blanco que manda sigue siendo un baas, en afrikaans, un bandido sigue siendo un totsi, en bantú, y una villa sigue siendo un aséptico township.
Nelson Mandela cambió tantas cosas en su país que termina siendo una mezcla de San Martín con Perón, un líder que mira al horizonte y dice cosas como “seamos libres, que lo demás no importa”, pero también llega a presidente y tiene que arreglar con el Congreso. Fue un fundador, un visionario, un cuadro militante de los mejores, un hombre de gran imaginación política y una persona más que honesta. Pero fue un mal presidente, uno al que le faltó piné para dejar su marca. Esto hace que a veinte años de las elecciones libres, y a uno de su muerte, Madiba sea la fuente de legitimidad de su partido en el poder y uno de los peores problemas que puede tener.
Mandela salió de la cárcel en 1990 y tuvo la durísima tarea de evitar una guerra civil y un golpe militar, calmar a propios y ajenos, y vender a su país al mundo como un lugar con futuro. Para eso tuvo que hacer promesas, además de los famosos gestos de reconciliación, que evitaron una revancha contra los blancos. La primera promesa que hizo fue la de que no se seguiría el modelo argentino de derechos humanos. Esto fue dicho así, con esta frase, “modelo argentino”, y significaba claramente una promesa de que no habría un juicio a las juntas, ni una exploración de los centros de tortura, los asesinatos y las represiones salvajes. La opción era un golpe militar por parte de unas fuerzas armadas eficacísimas, jamás derrotadas y perfectamente acostumbradas a abrir fuego contra civiles. Este es el origen de la famosa Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que logró algo de verdad, quizás algo de reconciliación, pero nada de castigo.
La segunda y terrible promesa fue la de no tocar la estructura económica del país. Sudáfrica tiene una economía industrial y de servicios de desarrollo relativo y muy desigual, pero que es de lejos la mayor y más eficiente del continente. Está basada en tres patas muy claras: lo extractivo, la moneda estable y los salarios miserables. Materiales baratos, crédito barato y trabajo barato fueron garantizados hasta por el marxista más duro del partido revolucionario de Mandela.
Con lo que el rand sigue al mismo valor frente al dólar que en los años duros de 1993, los precios no se mueven año tras año, y los townships siguen ahí. Cuando la tensión explota, como en las minas de Marikana, la policía –ahora casi completamente negra– abre fuego sin problemas y mata mineros de a decenas. La primera década de democracia fue de expectativas y parecía cumplir sus promesas, porque elevó a una clase media negra que hasta ese momento no llegaba por el artificio del apartheid. Ahora, un médico negro gana como uno blanco, vive también en una casa con jardín, tiene dos coches y sirvientes... negros.
El otro motor de la nueva clase media fueron las leyes de discriminación positiva y “africanización” de empresas, elencos y grupos de cualquier tipo. Así nació una clase de “enchufados” políticamente de doble función: la de cumplir con la cuota mandatoria y la de aceitar el diálogo con el nuevo poder. La corrupción se ganó un nuevo símbolo: el pequeño y aerodinámico BMW serie X, por razones inexplicables el favorito de los “enchufados”.
Y luego vino Jacob Zuma, el zulú deschavetado que le ganó la interna al amargo Thabo Mbeki y ahora tiene de vice a Cyril Ramaphosa, un supermillonario instantáneo. A Zuma le cuesta el disimulo y no participa del pudor sudafricano –una elegancia muy de ahí– en temas de dinero y poder. Mientras, los townships siguen iguales, los sueldos del pobre también, el desempleo lo mismo, el delito igual y la desesperanza continúa. A veinte años de aquel primer voto libre, ahora sin Mandela, es increíble ver un país que cambió tanto y cambió tan poco.
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