EL MUNDO › OPINION
› Por Ariel Dorfman *
Hace cinco años atrás, en julio de 2009, le escribí una carta abierta al presidente Barack Obama. El tema era, desafortunadamente, la tortura. Había compuesto aquellas palabras a instancias de la sección norteamericana de Amnistía Internacional, como parte de una campaña para convencer al primer mandatario de Estados Unidos de que ordenara la investigación y, de haber causa suficiente, el enjuiciamiento de aquellos responsables en el gobierno anterior de cometer crímenes contra la humanidad.
Transcribo ahora, con pesar y perplejidad, esa carta que publiqué originalmente en estas páginas:
Estimado presidente Obama:
Por siempre jamás.
Esas son las palabras que quiero ofrecerle, las palabras que comparten tanto el hombre que tortura como su víctima, las palabras que definen el destino de ambos.
Puesto que para la víctima el momento del dolor y de la degradación, estos múltiples momentos, jamás se terminan. La tortura no ocurre tan sólo una vez sino que se repite en la mente y la memoria del cuerpo, más allá del agua en los pulmones o el puro contingente en la cara. Sucede y continúa una y otra y otra vez.
Y por siempre jamás es también el credo del victimario. La mano no va a descargar la corriente eléctrica, no va a llenar una boca con excrementos, los orejas no van a atreverse a registrar los alaridos, al menos que haya una promesa y certidumbre de que nadie cobrará cuentas, al menos que el causante de aquellos padecimientos se sienta a salvo de la justicia y presuma que podrá vivir, sí, por siempre jamás, en el tiempo eterno de la impunidad.
En los cuarenta años que llevo luchando, como escritor y como ciudadano, contra la plaga de la tortura, éste es el secreto más sucio que he descubierto acerca de tales actos viles, señor presidente. Que nadie tortura si cree que lo habrán de atrapar, si cree que será expuesto al escrutinio público. Nadie tortura si piensa que se lo va a desnudar y exhibir ante ojos ajenos y enjuiciadores, si sabe que va a tener que enfrentar en un tribunal a los hombres y mujeres que él mismo dejó sin ropa ni defensa en alguna habitación escondida y lejana. Por siempre jamás es su horizonte, su coartada, su demonio guardián, el prerrequisito básico que asegura que no se conocerá la violencia que esos ejecutores han infligido o están a punto de infligir, esas son las palabras que les permiten, siempre, siempre, dormir de noche, acariciar a sus hijos, mirarse en el espejo de mañana y pasado mañana.
Es por eso que la respuesta a ese por siempre jamás, tanto para la víctima en busca de consuelo y reparación como para el criminal que rompió la ley de su país y la ley más implícita y callada que proclama que todos pertenecemos a la misma solidaria especie humana, es por eso que debemos responder con las palabras purificadoras, quizá celestiales: Nunca Más.
Son palabras que Estados Unidos hoy necesita en forma desesperada. Pero usted bien sabe que aquellas palabras, Nunca Más, son fáciles de pronunciar y difíciles de materializar. Esas palabras precisan, ante todo, como lo ha solicitado Amnistía Internacional, una investigación completa, imparcial y bien financiada de la verdad, para que se comprenda como este país aceptó torturar a sus cautivos y cómo terminó convirtiéndose en un paria internacional. Y enseguida aquellas palabras, Nunca Más, requieren que se someta a juicio a todos los que cometieron esos crímenes contra la humanidad, especialmente de los más poderosos que emitieron las órdenes y permitieron estas infamias.
Aceptar algo menos que un procesamiento cabal e íntegro es someterse a la misma política del miedo que usted ha identificado, con tanta elocuencia, como la condición primordial que ha facilitado este asalto desastroso contra los derechos humanos. Aceptar algo menos es invitar una posible repetición de tales vesanías que corrompen el alma de un pueblo, si nuevos actos de terror llegaran a estas orillas en un futuro cercano.
Es una bendición, señor presidente, que sea usted el que puede responder a esta exigencia de que es necesario purificar el mundo, una bendición ser una de las personas privilegiadas que puede ayudarnos a cambiar la historia. De todas las personas existentes en este mundo usted es el único, debido a su especial posición de poder, que puede proclamarle a su país y al resto de la humanidad que la tortura no tiene para qué ser, después de todo, algo que habrá de perdurar por siempre jamás.
De un poeta a otro poeta, y con gran respecto y esperanza y admiración.
Cuando firmé esas líneas, ¿esperaba acaso que el presidente respondiera a mi carta o a la de otros que participaron en la misma campaña, como Stephen King, Martin Sheen y Alice Walker?
De hecho, no. Aquellas palabras buscaban educar a la opinión pública más que persuadir al hombre más poderoso del mundo.
Y, sin embargo, abrigaba yo, en la sombra de mi corazón, un leve resplandor de esperanza de que Obama modificaría su política de darle la espalda al pasado, enfrentando la necesidad de hacer justicia.
Estados Unidos se precia de ser la tierra donde siempre existe una segunda oportunidad.
Tal vez, entonces, ha llegado el momento crucial de un cambio de actitud hacia la tortura. Tal vez el presidente Obama, forzado ahora por la terrible luz de la verdad, la terrible oscuridad del dolor ajeno, habrá de encontrar la sabiduría y el coraje para purgar a su país de esta mancha que contamina su historia, su imagen, su alma.
¿O será ya demasiado tarde?
* Ariel Dorfman es el autor de La muerte y la doncella y Más allá del miedo. Vive con su esposa Angélica en Estados Unidos y, cuando pueden, en Chile.
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