EL MUNDO › VOCABULARIO GUERRERO, ACUSACIONES DE TONO ALARMANTE Y MOVIMIENTOS MILITARES
En esta nueva guerra sin movilizaciones militares aparatosas, está en disputa mucho más que el territorio de Ucrania. Los dos imperios, Occidente y la Federación Rusa, se juegan en ese escenario sus poderíos futuros.
› Por Eduardo Febbro
Página/12 En Francia
Desde París
Guerra Fría, guerra seca, guerra tecnológica o guerra híbrida, las relaciones entre Occidente y Moscú está definidas bajo diferentes conceptos que exponen el antagonismo que se instaló entre los dos bloques desde que estalló la crisis con Ucrania. La Unión Europea y la Federación Rusa consumaron una ruptura que finalmente dio lugar a una suerte de guerra muy distinta a las que se conocieron hasta hoy.
Jens Stoltenberg, el secretario general de la Alianza Atlántica, asegura que “no queremos un conflicto con Moscú”. Pero el conflicto existe. A principios de diciembre, el presidente ruso Vladimir Putin denunció las intenciones de los “enemigos de ayer”. Según el mandatario, “Occidente quiere montar en Rusia el escenario de Yugoslavia, o sea, el hundimiento y el desmembramiento con todas las consecuencias trágicas que esto tendría para Rusia”. Hasta el ex presidente de la desaparecida Unión Soviética, Mijail Gorbachov, el hombre cuya política puso fin a la Cortina de Hierro y al Muro de Berlín, advirtió que “el mundo está al borde de una nueva Guerra Fría”.
Europa occidental, su comandante mayor, Estados Unidos, y su brazo armado, la Alianza Atlántica, la OTAN, no sólo ingresaron en una zona conflictiva con Rusia, sino que, también, hicieron de ese conflicto un pilar de su reactualización estratégica en Europa y un argumento para disputarle a Moscú la supremacía en una república tan sensible como Ucrania. En esta nueva guerra sin movilizaciones militares aparatosas, está en disputa mucho más que el territorio de Ucrania, la pertenencia de esta república al sol occidental o el destino de las regiones rusófonas del Este de Ucrania: los dos imperios, Occidente y la Federación Rusa, se juegan allí sus poderíos futuros.
Además de la salva de sanciones que el campo occidental adoptó contra Moscú luego de la anexión de Crimea por parte de Rusia y el empantanamiento de la guerra en el Este de Ucrania, el signo más tangible de la ruptura es la decisión tomada por el presidente francés, François Hollande, de no suministrar a Moscú uno de los dos barcos portahelicópteros Mistral que Francia le vendió a Rusia por un total de 1200 millones de euros. París supedita la entrega de los barcos a un alto el fuego real y a un acuerdo político sólido en Ucrania. Alemania y Francia, uno por la dependencia energética y el otro por los contratos que están en juego, diseñan mecanismos poco exitosos para llegar a ese fin. Las informaciones que Moscú y los occidentales suministran dan cuenta de la escalada permanente. Los dos antagonistas han rozado varias veces incidentes mayores. A finales de noviembre, el secretario general de la Alianza Atlántica reveló que en el curso de 2014 la aviación de la OTAN llevó a cabo acciones de intercepción en un porcentaje sin precedentes desde el fin de la Guerra Fría. Jens Stoltenberg declaró que “la actividad aérea rusa se intensificó en toda Europa. Por ello, los aviones de los países de la OTAN efectuaron más de 400 vuelos en respuesta a alertas de proximidad en el espacio aéreo de la OTAN, lo que equivale a un 50 por ciento más que el año pasado”. Por otra parte, convencida de que Moscú buscará expandirse territorialmente, la OTAN decidió crear una “fuerza de acción inmediata” con el objetivo de “proteger” a los países de Europa del Este. La concepción no puede ser más evidente: el nuevo enemigo ha dejado de ser el terrorismo internacional. La figurita antagónica es Rusia.
De hecho, bajo el amparo de la crisis en Ucrania, Occidente encontró en la eficacia estratégica de Vladimir Putin un argumento para revisar sus concepciones y su misión. A finales de este año, la Alianza Atlántica debe concluir el retiro de sus tropas de Afganistán. Ahora, Ucrania le ha servido para reactivar sus ambiciones y volver a su misión esencial, es decir, la seguridad en Europa. Constituida por 28 países que representan a 900 millones de personas, la OTAN es hoy la alianza militar más grande que existe. Su roce con Rusia proviene también de sus propias metas y de las condiciones fijadas por Moscú. Europa lleva años intentando arrimar a su espacio político a zonas como Ucrania y Georgia. Ese acercamiento incluye también un ingreso parcial o total de esas repúblicas a la OTAN. Un acuerdo semejante con estas regiones pondría los ejércitos de Occidente a las puertas mismas de Rusia. Aquí, Vladimir Putin ha sido claro: “Las dos ex repúblicas soviéticas de Ucrania y Georgia no deben formar parte de la OTAN”.
Ese era precisamente el proyecto que el ex presidente norteamericano George Bush puso en marcha en 2008. Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, la alianza fue ampliando sus zonas de influencia en los territorios del derrumbado imperio rojo. Primero lo hizo con las repúblicas bálticas de Lituania, Estonia y Letonia, y luego con una serie de ex aliados de la URSS repartidos en Europa: Bulgaria, Rumania, Albania, Hungría, Polonia, Republica Checa, Croacia y Eslovena.
El nudo de este peligroso conflicto está en gran parte en ese expansionismo atlántico y en las sucesivas provocaciones occidentales a Putin. Ucrania es, para el mandatario ruso, la perla más preciada. Europa occidental ha insistido en su estrategia de traer a Kiev a su zona de influencia de una u otra forma: apoyando la revuelta pro occidental que acabó con el mandato del presidente ucranio Viktor Yanukovich, o buscando a toda costa concluir un acuerdo de asociación con Ucrania, como ocurrió este año. En respuesta a ello, Rusia avanzó los peones de lo que las cancillerías occidentales califican con una hipocresía muy audaz “la guerra de Putin”, o sea, lo que los estrategas militares de la Alianza Atlántica llaman “la guerra híbrida” que, según ellos, Rusia desencadenó en Ucrania. Esa idea de guerra híbrida nada tiene que ver con la guerra entre dos naciones –la convencional– o la guerra asimétrica –contra una fuerza con menos capacidad militar como una guerrilla por ejemplo–. Se trata de un conflicto en el cual uno de los actores –ahora Moscú– activa una suerte de mezcla de ejércitos convencionales con soldados sin uniforme, guerra de guerrillas, guerra de la información, movilización de civiles, ciberataques, levantamientos urbanos, instauración de focos de conflicto, grupos subversivos, presiones económicas. Ese es el guión con el que trabaja hoy la Alianza Atlántica.
Mientras los occidentales elaboraban una suerte de montaje diplomático para abrazar a Ucrania, Putin les preparó como respuesta un cóctel imprevisto. Por ahora, ni Moscú ni los occidentales rompieron el pacto que los liga desde 1997. Ese año, Rusia y la OTAN acordaron la llamada acta fundadora de la relación entre la alianza militar y Rusia. Mediante este texto, la alianza transatlántica declara que no “tiene ninguna intención, ni ningún proyecto o razón” de instalar arsenales nucleares en los nuevos países miembros. Por ahora hay un vocabulario guerrero, acusaciones de tono alarmante y claros movimientos militares en ambos lados. Pero todo apunta a que las renovadas ambiciones de la Alianza Atlántica y el propio diseño estratégico de Rusia aumenten el caudal de provocaciones y amenazas. A menos que la razón liberal, o sea, los intereses económicos y energéticos en juego, vengan a desarmar un conflicto en constante multiplicación.
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