EL MUNDO
Los trapos sucios afuera manchan la reputación del francés “Le Monde”
Dos nuevas publicaciones denunciaron que el vespertino pasó a ser un contraejemplo de lo que ha predicado históricamente.
› Por Eduardo Febbro
Página/12
en Francia
Desde París
El prestigioso vespertino francés Le Monde no termina de ver pasar los nubarrones negros. Siete meses después de que un libro escrito por los periodistas de investigación Pierre Péan y Philippe Cohen, La cara oculta de “Le Monde”, hiciera tambalear con sus revelaciones uno de los pilares de la democracia francesa, dos nuevas obras vienen a confirmar y hasta a ahondar los manejos poco transparentes de un diario que, según sus críticos, es uno de los inquisidores menos morales de la vida pública. Una de las dos obras, La pesadilla mediática, fue escrita por una de las grandes firmas de Le Monde, Daniel Schneidermann, y le valió a su autor ser despedido sin más del diario. A principios de año y a lo largo de las 600 páginas de La cara oculta de “Le Monde”, Pierre Péan había acumulado una batería de pruebas y de calificativos poco alabadores para el vespertino francés: “Piratas del periodismo”, “usurpadores”, “manipuladores”, “peligro para la democracia”, “contrapoder que abusa del poder”, “república mafiosa”, “denuncias en sentido único”, “cinismo”, “investigaciones parciales”, “amenazas”, “autocracia”, “degradación de la vida democrática”, los lectores de Le Monde descubrieron que su diario preferido tenía un montón de trapos sucios escondidos en las imprentas.
Los dos nuevos libros y la manera con que Le Monde reaccionó a su publicación aportan una nueva serie de elementos probatorios sobre la actitud de un rotativo que parece haber rematado los principios mayores de sus fundadores. En ambos casos, es decir, en La pesadilla mediática de Daniel Schneidermann, y en El poder de “Le Monde”. Cuando un diario quiere cambiar a Francia, del periodista Bernard Poulet, redactor en jefe del diario económico Expansion, los autores ponen en tela de juicio los delirios de grandeza ética de sus actuales dirigentes, principalmente el director, Jean Marie Colombani, y el jefe de redacción Edwy Plenel.
Daniel Schneidermann, empleado por el diario desde hacía 20 años, denuncia por ejemplo el hecho de que la primera plana de Le Monde se ha transformado en una “cartelera de propaganda” cuyo único propósito es “vender” y “hasta promover” temas sin interés real. Una prueba irrefutable de estos argumentos es una de las portadas de Le Monde que remonta a unos 10 días atrás. A cinco columnas y sin ningún motivo real, Le Monde le consagró todo el espacio a Bernadette Chirac, la esposa del presidente francés Jacques Chirac. El titular decía “Bernadette Chirac, la vicepresidenta”. Bajo ese título aparecía un amplio reportaje sobre la influencia de la esposa del mandatario que pasa lo mejor de su tiempo haciendo legítimas obras de caridad. El título y el tema elegido tienen mucho que ver con la prensa popular y prácticamente nada con un vespertino cuyos lectores lo compran por otros motivos. Además, pese a los esfuerzos de sus autores, el reportaje no lograba disimular la cascada de elogios sin dudas justificados pero muy alejados de toda concepción seria de la información.
Lo más paradójico radica en que el libro de Schneidermann no está consagrado directamente a Le Monde sino a los desaciertos e imprecisiones generales de la prensa escrita, la radio y la televisión. De las 247 páginas de que consta La pesadilla mediática sólo 37 conciernen directamente a Le Monde. Y sin embargo, fueron esas 37 páginas las que le valieron a su autor ser despedido de Le Monde. La dirección del rotativo publicó incluso la carta con que despidió a Schneidermann en el suplemento Radio-Televisión –allí trabajaba el periodista– del fin de semana pasado. Le Monde escribe en su carta que el libro de Schneidermann es “un alegato contra Le Monde y sus dirigentes. (...) La empresa de difamaciónque usted realiza a lo largo del capítulo constituye una causa real y seria de despido”.
En realidad, lo que está en juego es el odio entre dos clanes. Por un lado, el director del vespertino y el jefe de redacción, Jean Marie Colombani, y el jefe de redacción, Edwy Plenel, y por el otro Pierre Péan y Philippe Cohen, o sea, los autores del primer libro de investigación sobre el rotativo, La cara oculta de “Le Monde”. En las 37 páginas que se le reprochan a Schneidermann, el periodista valida los argumentos de Péan y Cohen y critica la forma en que Le Monde procedió una vez que aparecieron. La última crónica publicada por Schneidermann en Le Monde pone de relieve la paradoja. Según escribe, “es la historia de un periodista despedido por la dirección de su diario porque criticó a esa dirección. (...) Se puede criticar a Jean Pierre Raffarin –primer ministro francés–, Johnny Hallyday, George Bush, Tony Blair, Alain Delon, Vladimir Putin, el papa, el Dalaï Lama... pero no a la dirección de Le Monde”.
El segundo libro, El poder de “Le Monde”. Cuando un diario quiere cambiar a Francia, es una carga mucho más severa. Bernard Poulet argumenta que la empresa Le Monde “se salió del camino”, que quienes “tomaron las riendas en 1994 (Jean Marie Colombani) se embriagaron con su potencia”. Cuando Poulet asegura que el diario “ha querido convertirse en el mentor universal y el gran inquisidor” no le falta razón. Además de la escasa seriedad con que “el nuevo Le Monde” encara sus reportajes, el rotativo se inclina de manera peligrosa a dar abundantes lecciones de moral en lugar de plasmar la información. En este sentido, el autor de El poder de “Le Monde” no le reprocha al diario “no ser más lo que era” sino el hecho de que se haya vuelto incapaz de suministrar “una información seria y responsable”. No sin sorpresa, los corresponsales de la prensa extranjera constatan la ligereza con que el vespertino, que pretende compararse con el New York Times o el Washington Post, trata ciertas informaciones internacionales que antes eran su especialidad. Pero aparte de la seriedad sobre la información y sus fuentes, el reproche más constante que se le hace al diario es precisamente el lugar “imaginario” que aspira a ocupar. Bernard Poulet, que analiza bajo la lupa los artículos incriminados y las posiciones tendenciosas de Le Monde, señala al respecto que “el problema con Le Monde no está en que busque tomar el poder sino en que quiere ser
el único poder por encima de todos los demás poderes. Su ambición consiste en ser el que decide lo que se puede y no se puede hacer, lo que está bien o mal, lo que es verdadero o falso”. Por otra parte, las mismas denuncias aparecidas en el libro La cara oculta de “Le Monde” vuelven a surgir en la investigación de Bernard Poulet. Pierre Péan y Philippe Cohen habían denunciado las orientaciones políticas del diario defendidas con campañas públicas de dudosa credibilidad. Cuando Le Monde elige apoyar a un hombre político lo hace “sin prevenir al lector” y recurre para ello a los métodos de la más baja estirpe. Así ocurrió en 1995, cuando el diario apoyó al entonces candidato presidencial y ex primer ministro Edouard Balladur en contra de su rival, el actual presidente Jacques Chirac. El apoyo político a uno de los dos candidatos de la derecha se hizo mediante una asombrosa campaña de falsas denuncias contra Jacques Chirac. Los juicios sumarios, la imprudencia, la incultura profunda en algunas materias dejan estupefactos a los lectores de este rotativo. Dos ejemplos breves muestran el abismo entre lo escrito y la realidad. En los habituales “balances” de finales de año, el director de Le Monde, como un gran dios que lo comprende todo, analiza el devenir de cada región del mundo. Cuando le toca el turno a América Latina, Jean Marie Colombani sigue aún hablando de “crisis de la democracia”... y de dictaduras... Como si los últimos 20 años no hubiesen cambiado la historia latinoamericana. El otro ejemplo es más sutil y peligroso. Al día siguiente de losatentados del 11 de septiembre, el mismo Jean Marie Colombani escribió un texto en primera página cuyas primeras líneas decían: “Somos todos norteamericanos”. La frase tiene su contexto. Concretamente, remonta a la Segunda Guerra Mundial y al exterminio de los judíos en los hornos de Hitler –seis millones de seres humanos–. En ese entonces, una parte de la humanidad, aterrada por la magnitud del crimen, decía con justa razón “somos todos judíos”. Más de 50 años después, una frase tan connotada no le cabe al 11 de septiembre. Si después de Abel y Caín el asesinato de un hombre es el asesinato de todos, hay límites que la moral y la memoria no pueden franquear... Salvo cuando, como lo demuestran los libros sobre Le Monde, sus autores se creen por encima de la humanidad.